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De fantasmas y políticos
En mi libro “El pueblo de los molinos de viento y otros relatos”, -cuya lectura no dudo en recomendar-, cuento algo de lo cual yo fui testigo presencial: ciertos duendes se habían apoderado de una finca de Chinácota y no permitían que alguien se instalara a vivir allí. 
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Martes, 26 de Septiembre de 2023

Durante mucho tiempo la casa de los fantasmas estuvo deshabitada. Cuentan que alguna vez una familia de desplazados venezolanos quiso instalarse allí, pero aún no habían terminado de desempacar el trasteo, cuando tuvieron que abandonar la casona, por los ruidos, las oraciones y los murmullos que sintieron la primera noche.

La casa, ubicada en una esquina de un concurrido sector, tiene aspecto colonial, con balcones de madera, varias habitaciones, ideal para montar allí un negocio, pero por su abandono, se ha convertido en guarida de gamines y hogar de paso de borrachos y drogadictos de la calle, que dicen no temerles a los espantos. De labios para afuera, porque en ocasiones dizque los ruidos y voces misteriosas los han sacado corriendo.  

Y es que cuando los espíritus de otros mundos se apoderan de alguna vivienda o camino o callejón, es muy difícil sacarlos de allí. Ni los conjuros, ni el agua bendita, ni los sahumerios, ni los ritos de exorcismo pueden contra la acción dañina de aquellos seres de ultratumba.

En mi libro “El pueblo de los molinos de viento y otros relatos”, -cuya lectura no dudo en recomendar-, cuento algo de lo cual yo fui testigo presencial: ciertos duendes se habían apoderado de una finca de Chinácota y no permitían que alguien se instalara a vivir allí. 

Cierto día, unos amigos políticos, que se las daban de brujos, me invitaron a sacar aquellos intrusos duendes de dicha vivienda campesina. Yo los acompañé, con algo de culillo, porque siempre los espíritus me han causado miedo, pero fracasamos en el intento. Los colchones estaban sobre el techo de la casa, y las ollas en las ramas de un árbol de mamón que había en el patio. Los niños tenían moretones en los brazos y la cara, por los golpes que les ocasionaban seres invisibles. El papá estaba desesperado y la mamá, histérica.

Fracasamos, porque necesitábamos silencio absoluto, y los niños no dejaban de llorar, el hombre no paraba de echar hijueputazos, machetilla en mano (“déjense ver si es que son muy machos. Muestren la cara, malnacidos”) y la señora se negaba a dejarse exorcizar. A nosotros se nos partió la botella de wisky que llevábamos para fortalecer nuestros nervios. Un rayo y un trueno en una tarde veraniega nos alertaron que la cosa era más peluda de lo que parecía. Sin mostrar mucho miedo, pero con el rabo entre las piernas, nos declaramos impotentes, y lentamente nos fuimos alejando por donde habíamos llegado.  

En otra ocasión, en Las Mercedes, algunos amigos me invitaron una noche de luna a “sacar un entierro” en una casa solitaria. Se decía entre cuchicheos que en la finca cercana al pueblo, La Agualinda, su difunto propietario, don Loreto Ordóñez, había dejado enterrado un tesoro, compuesto de morrocotas de oro y algunas alhajas. Llevamos picos y palas y aguardiente. Ni siquiera habíamos empezado a cavar, cuando sentimos que un tropel de ganado bufando venía por el potrero haca la casa. Paticas para qué son buenas, como dice el refrán.

Vuelvo a la casa de los fantasmas en Cúcuta. Alguien quiso montar allí un restaurante, pero les partieron la vajilla, le abrieron el gas de la estufa, y casi hay allí una tragedia. No resistieron el espeluznante bombardeo.

Pero ahora, un político acaba de instalar allí su sede. Un cura regó agua bendita, antes de los discursos de apertura. Pueda ser que los fantasmas ya se hayan marchado, aburridos de su soledad. Pero si vuelven, la desbandada va a ser tremenda. Y el candidato se quedará sin votantes. ¡Otro quemado, antes de tiempo!


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