Ahora que estamos estrenando billetes de cien mil pesos, aunque poco se ven por estos lares, es bueno hacer algo de historia en eso de los billetes.
Dicen que en un comienzo no había billetes ni monedas, y que las negociaciones se hacían a través del trueque: un puñado de oro por una libra de sal, una manta por un sombrero, unas papas por una gallina.
Yo, que no soy tan viejo, recuerdo que mi mamá me mandaba a cambiar huevos por pan. Nosotros criábamos gallinas ponedoras y donde las Ortegas hacían un pan sabroso. Yo iba y hacía el trueque.
Pero algún día las gentes se cansaron de truequear y entonces inventaron el dinero para comprar y vender lo que necesitaban. Al principio eran unas monedas grandotas de oro macizo, que poco a poco fueron reduciéndolas de tamaño para facilitar su uso.
Y sigo con mis recuerdos. Yo alcancé a conocer las morrocotas de oro, que mi abuelo, Cleto Ardila, guardaba en una moya de barro, debajo de la cama. En uno de sus viajes de arriero se llevó las morrocotas y las cambió por unas mulas para su arriería.
“Tan vivo que se las da y lo tumbaron”, decía la abuela, refiriéndose a aquel trueque de morrocotas por bestias. El abuelo se defendía diciendo que cuando se muriera no quería que su alma quedara penando al pie de un totumo o debajo de la cama, donde tenía las morrocotas.
El cuento era que los espantos (luces en los solares de las casas viejas, murmullos de ultratumba y tropeles en los caminos…) se debían a entierros de morrocotas, cuyos dueños quedaban penando hasta que alguien desenterrara lo enterrado.
Las enterraron todas o las cambiaron, pero lo cierto es que las morrocotas se acabaron y el mundo se llenó de billetes de papel y de monedas de níquel, aluminio, cobre y zinc.
El invento de los billetes fue un verdadero truco, aunque legal. Hasta hace muy poco, los billetes traían una leyenda que decía: “El Banco de la República (de Colombia) pagará al portador la suma de un peso oro, o diez pesos oro, o cincuenta pesos oro. Mentiras. Supe de un amigo que fue al Banco a que le cambiaran por oro un billete de diez pesos. Se burlaron de él, lo llamaron bruto, ignorante y campechano. Le dijeron que esa leyenda era simbólica y que no fuera majadero.
Tal vez para evitar tales problemas, a los billetes les quitaron semejante falsedad, y quedaron en lo que son, simple papel, aunque para seguir con el truquito lo llaman papel moneda.
Sé que los billetes de dólares de cierta denominación traen una frase que muestra la fe de los gringos: “En nombre de Dios”. El letrero es pequeñito, casi ilegible, pero lo dice. Los norteamericanos, que constituyen una nación adelantada, no se olvidan de Dios ni en los billetes. Tal vez por eso les va bien en todo. Nuestros legisladores, en cambio, se empeñan en borrar el nombre de Dios (de la Constitución, de los colegios, de los actos oficiales…) y por eso nos va como a los perros en misa.
¿Y qué es un peso?
Sabrá Mandrake. Un peso es algo incomprensible para la mente humana, un símbolo, una ilusión, que ni siquiera los economistas entienden. Sin embargo, hace algún tiempo el peso sí fue una realidad. Los de mi generación conocimos el peso, que valía cien centavos. Con un peso se podían comprar muchas cosas. Hagan la cuenta, sabiendo, por ejemplo, que un pan valía un centavo y una libra de carne costaba diez centavos.
Había monedas de un centavo, de dos centavos, de cinco centavos. Y había unos billeticos, pequeños, de medio peso, es decir, de cincuenta centavos. ¡Ah, tiempos aquellos!
En Venezuela existía el bolo, el real y la locha. De aquella época quedó el refrán “En la lucha por la locha”, que ahora muchos lo dicen, pero que no saben a qué se debe. Nuestros obreros se iban a Venezuela (nada de república bolivariana) a coger café y ganar lochas. Ahora no hay bolos, ni reales, ni lochas.
Estamos, pues, estrenando billetes de cien mil pesos, con la cara de Lleras Restrepo, un presidente con los calzones bien puestos. Son billetes de alta denominación, para facilitarles el oficio a los que transportan grandes cantidades de dinero sucio para lavarlo y que quede sirviendo.
Estamos estrenando billetes de cien mil pesos. Aunque no valen mucho, sería bueno que Dios en su infinita misericordia nos enviara unos cuantos. Aunque sea para conocerlos.
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