Mi abuela sacaba aceite de tártago, de las matas que ella misma cultivaba en el solar de su casa. Viéndola a ella preparar su lamparitas de aceite, aprendí el significado de ese refrán, que se emplea para referirse a dos personas que son muy diferentes y que se repelen, pero que al mismo tiempo se necesitan y se buscan y se complementan: “Son como el agua y el aceite”.
Resulta que el aceite no se mezcla con el agua, pero a las lamparitas hay que echarles agua y hay que echarles aceite para que puedan prender. Los dos elementos no se mezclan, pero si falta alguno de los dos, la lamparita no enciende. La luz brilla con intensidad si la combinación es perfecta.
Ya no se usan lámparas de aceite, pero el ejemplo y el refrán siguen siendo válidos para referirse a dos personas que se complementan, a pesar de sus diferencias.
Cada vez que llega el 2 de abril, yo me acuerdo de este refrán para acomodarlo a nuestros dos eximios generales, Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander.
Aún no habían comenzado las lluvias de abril, cuando en Villa del Rosario veía la luz del sol, un sol resplandeciente y caluroso, un niño a quien pusieron por nombre Francisco de Paula, en memoria de San Francisco de Paula, cuya fiesta se celebra ese día. Eso fue en el año 1792.
A muchos kilómetros de allí, en otro país, en otro mes y en otro año, nueve años antes (1783), había nacido otro muchachito, de nombre José Antonio de la Santísima Trinidad.
Ambos fueron a sus respectivas escuelas. Ambos montaban en caballitos de palos. Ambos elevaban cometas. Y a ambos había que castigarlos para que hicieran las tareas.
En la casa natal de Santander, en Villa del Rosario, aún se escucha de noche, el trotecito de un caballito de palo, que recorre los corredores empedrados de la vieja casona. Lo mismo sucede en la casa de San Jacinto, donde se crió Bolívar, en Caracas, y en la hacienda San Mateo, de la familia.
Ambos estudiaron y ambos se afiebraron por la causa independista de sus países. Bolívar juró en el Monte Sacro que liberaría a su patria del yugo español. Santander no juró, pero le metió el pecho a la causa desde la noche del 20 de julio de 1810.
Se conocieron en 1813, en Cúcuta, después de la batalla del 28 de febrero en la que Bolívar derrotó a los españoles y se abrió paso hacia Venezuela.
Se conocieron y al rato tuvieron el primer agarronazo. Bolívar le ordenó a Santander que lo siguiera con su gente en la campaña hacia Caracas. Santander se negó, alegando que no podía dejar desprotegida a Cúcuta. Se miraron feo, se amenazaron y al final terminaron de amigos, dándose la mano.
Así sucedió muchas veces a lo largo de la campaña libertadora. Tenían sus diferencias sobre la manera de enfocar un problema, pero a la hora de enfrentar al enemigo estaban unidos.
No faltaban, sin embargo, los cizañeros, que les metían cuentos y les llevaban chismes. Al final se distanciaron, por la forma de organizar el estado, una vez concluidas las guerras de independencia.
De aquellos fulanos, divisionistas y amigos de la chismorrería, aún quedan algunos, que creen que despotricando de Santander aumentan la gloria de Bolívar, o al revés, que hablando mal de Bolívar engrandecen a Santander.
Los dos son grandes y los dos son nuestros héroes. El uno caraqueño y el otro cucuteño, pero a ambos les debemos nuestra independencia.
La Academia de Historia de Norte de Santander no ha caído en ese juego malévolo. A uno y a otro se les rinde homenaje en sus fechas. Y a uno y a otro se les reconoce su grandeza. Por eso el pasado 28 de febrero participamos junto con la Alcaldía y la Secretaría de Cultura en la organización y en la marcha conmemorativa de la Batalla de Cúcuta.
Por eso, mañana, viernes, conmemoraremos el natalicio del general Francisco de Paula Santander. El acto, al cual estamos invitando a todos los cucuteños, tendrá lugar en la casa natal de Santander, Villa del Rosario, a las 4 de la tarde. No olvidemos que Santander es el colombiano más grande de todos los tiempos.