Se debate sobre la salud de la nación, la cohesión de sus territorios y la estabilidad democrática del estado, es decir, sobre el gasto público regional y local.
Ahora inmerso en lo que en Bogotá llaman “la provincia”, cuando no “tierra caliente”, he revivido esa sensación de abandono que el estado central colombiano produce en ciudades, pueblos y ruralidades más allá de la Sabana, y que en gran medida habíamos superado. No se oye de proyectos de infraestructura futura, ni primaria ni terciaria; no se notan grandes avances en la cobertura y la calidad de los servicios públicos; se ve día a día el aumento de la inseguridad y los bloqueos; no aparecen ministros ni directores de las instancias estatales; el gobierno central se ocupa del resto solo cuando hay desastres, foto de entrega de una finca, orden público alterado o algún pleito recurrente con un gobernador o alcalde.
La justicia en nuestras zonas rurales es pobre, lo mismo que la educación. La atención en salud habíamos logrado que llegara a los colombianos remotos y a sus familias; les dio por “reformarla”, para retroceder como ya se observa en campos y poblados de menos habitantes.
En Bogotá, se aterran porque les florece el crimen organizado: es que no han visto cómo avanza en los territorios, tomándose comunidades para extorsionarlas, vías para controlarlas, regiones enteras para sembrarlas de coca y amapola, trasteando migrantes ilegales nacionales y mundiales a través de nuestras selvas y ríos, y capturando en los centros turísticos el juego legal e ilegal en casinos y garitos, y la prostitución por catálogo de mayores y menores. La minería sin licencia ni título es mafiosa a simple vista, beneficiada por la Paz Total.
Las mafias penetran con éxito las administraciones medianas y pequeñas, concejos, asambleas, fiscalías y juzgados de la Colombia profunda. Los órganos de control solo tienen recursos y voluntad para combatir la corrupción central; la periférica crece, queda impune o se usa para perseguir. El tránsito terrestre sin ley es fuente de muerte y corruptela. Frenadas la energía fósil y la minería, las regalías son espejismos.
Estas anomalías ameritarían per se un debate serio, tal vez tardío, sobre una descentralización que ya no debe darse para mejorar el futuro: es urgente para detener el deterioro institucional actual y la parálisis en la lucha contra la inequidad entre personas y regiones.
El capítulo de inversión del presupuesto nacional para 2025 en 29 territorios, que permite entre otras cosas atender la infraestructura nueva, vial o educativa y los programas sociales, disminuirá en todos, según el DNP, salvo en uno: Bogotá.
En la bella capital central de Colombia, la inversión de la nación en el 2025 será un vergonzoso 17% más abundante que en la vigencia actual. Además, Bogotá se lleva el 15% de la bolsa total. En Sucre, Córdoba, Atlántico, Putumayo y Meta disminuirá más del 30%. En Cesar, Cundinamarca, Santander, Antioquia, Guajira, Risaralda y Guaviare caerá más del 20%. En Caldas, Boyacá, Huila, Casanare, Magdalena, Arauca, Norte de Santander, San Andrés, Cauca, Valle y Nariño será 10% menos. Se verá descaecida la inversión entre 1% y 9% en Quindío, Caquetá, Tolima, Chocó, Amazonas y Guainía. En Bolívar y Vaupés habrá un aumento inane, por debajo del IPC. Vichada será compañero de fortuna de Bogotá, pero con una suma insignificante, algo más de un millón de pesos por habitante.
En buena hora, parece que no habrá otra reforma tributaria. En mala hora el presupuesto del 25 será por decreto, exonerando al Congreso del pecado centralista por una vez. En medio de ese nuevo caos buscado, debatimos sobre descentralización. Tratarán algunos congresistas de recuperar recursos para sus regiones, sin tocar el nodo del asunto: la operación territorial del estado es inequitativa e ineficaz.
El elegido por la Periferia, gasta en el centro del Centro. Se sonrojan Núñez y Caro. Otra oportunidad de cambio perdida.
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