Amigos cucuteños:
Perdónenme lo que les voy a decir, pero extraño su comportamiento quejumbroso y aculillado. Se quejan porque el virus chino los obligó a quedarse en sus casas durante un buen tiempo, porque se aburren, porque pelean con la mujer o con el marido, porque están echando barriga, porque no encuentran qué hacer, por todo. Se quejan porque les cerraron los bares y cantinas y extrañan la cerveza, el billar, el tejo y el bolo. Se lamentan porque les tocó ajuiciarse y acostarse tempranito, en vez de estar derrochando salud y dinero .
¿Qué se hizo la verraquera motilona de la que tanto ustedes hacían alarde? ¿Qué hicieron esa bandera rojinegra de la que se enorgullecían y por la que sacaban pecho? ¿A dónde fue a dar la sangre india que dizque les corría por las venas y los hacía sentirse fuertes, que no se amilanaban ante nada y ante nadie?
¿Hasta cuándo van a seguir con esa lloradera y esa quejadera y esas escapaditas a la calle, como si se tratara de un juego o de un “a que te cojo, ratón”, entre ustedes y la policía, como si no les vivieran advirtiendo que es mejor la casa que el cementerio?
Menos mal que a ustedes no les tocó vivir lo que nos tocó a nosotros, el 18 de mayo de 1875, ayer hizo 145 años. Menos mal que no vivieron ese martes negro.
Era el medio día cuando comenzó el bamboleo. Ese susto no se los deseo a ustedes que andan ahora con el rabo metido entre las piernas por un simple animalejo. Yo estaba en el parque de novelero, asistiendo a la retreta que a esa hora daba la banda municipal mientras el alcalde repartía programas de lo que ese año irían a ser las fiestas julianas. Había bastante gente en el parque. Sonaba un pasillo cuando alguien gritó “Está temblando, está temblando”. El asunto era en serio. La tierra se movía hacia arriba y hacia abajo, los edificios empezaron a derrumbarse con gran estruendo, las calles se agrietaban, unos gritaban, otros rezaban, pero los músicos, como los del Titánic, seguían tocando y tocando.
El desbarajuste era total. La gente corría hecha bola, los que en las casas se estaban bañando salían empelotos. Recuerdo a una muchacha joven y bonita que corría por la calle con los calzones en los tobillos. Otros salían con un palillo en los dientes pues acababan de almorzar.
Yo, viendo que debajo de las casas había muertos y heridos, corrí a ayudarlos. Sacaba gente de entre el tierrero y los tendía en la calle. Cuando el sismo pasó, yo seguía ayudando, removiendo escombros, sólo por ayudar.
En tan intensa y generosa labor pasé toda la tarde, hasta que un policía me detuvo y esculcó mi mochila, donde yo cargaba mis asuntos personales. Me llevó preso con el cuento de que yo dizque estaba robando, y al no contar con un abogado de oficio, el comandante ordenó que me pasaran al papayo. Yo me alegré, porque en Cúcuta no había papayos. Tampoco podrían pasarme al paredón porque todas las paredes se habían derrumbado. Perdí mi alegría porque al otro día me amarraron a un cañafístolo que por allí había y me dieron materile.
Fui a dar a los infiernos, pero el diablo no me quiso recibir porque yo tenía el cuello blanco y allá dizque no reciben a los de cuello blanco. En el cielo no hubo cupo para mí. Por eso mi espíritu anda por la tierra y reencarno en mucha gente, que se dedica a robar.
Mi intención es decirles que lo que ustedes están ahora viviendo no es ni parecido con lo que nos tocó a los del terremoto de Cúcuta de 1875. Pero ojo al parche. Es mejor que se queden guardaditos en su casa, porque de lo contrario la tragedia va a ser peor que la nuestra.
Chao, mis queridos paisanos.
Los quiero desde la eternidad,
Piringo.
gusgomar@hotmail.co