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Caballito de palo en pandemia
El progreso acabó con muchas de nuestras costumbres  y de nuestros juegos.
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Martes, 8 de Septiembre de 2020

Quedé admirado, con la boca abierta, cuando vi a una señora que llevaba de la mano a su pequeño hijo, de unos cuatro o cinco años, por la calle. Iban despacio porque el niño  montaba en un caballito de palo, que seguramente iba sin herraduras, porque caminaba muy lento. Los que hemos trajinado con mulas, burros y caballos, sabemos que estos animales sin herraduras no andan.

Pero lo que más me llamó la atención y me llenó los ojos de nostalgia, fue volver a ver un caballito de palo en la ciudad. Tal vez en algunos campos y pueblos lejanos, a donde el progreso todavía no ha llegado, aún los niños jueguen con trompos, bolas de cristal, runchos, camioncitos de madera y caballitos de palo. Tal vez. Aunque lo dudo.

Porque el progreso acabó con muchas de nuestras costumbres  y de nuestros juegos. Conozco niños de tres años que ni siquiera saben leer, pero que ya son unas fieras para jugar en el celular, para buscar aplicaciones y para meterse en el mundo de los mayores. Niños que maduran biches.

Por eso me dieron ganas de salir corriendo a darle un abrazo a la vieja, que no estaba tan vieja, pero me acordé del animalejo ese que anda por ahí revoloteando y me abstuve. Preferí quedarme chismoseando desde la ventana.

En algún poema de mi libro Oficio de caminante digo que la casa de la infancia, donde vivíamos, era tan pequeña, que el caballito de palo y la cometa debían dormir afuera, amarrados al sereno.

Mi caballito era muy simpático: Su cuerpo delgado, ágil, especial para los trotes, era un palo de escoba. La cabeza la había hecho mi mamá con trapitos viejos que acomodó en una media y le dio forma de cara alargada, con orejas de badana,  ojos de botones y boca tejida de hilo rojo, como si se echara colorete o hubiera acabado  de comer fresas maduras. Las riendas eran de cabuya,  y la crin, de cabello de mazorca. Mi caballo se llamaba Palomo como el de Bolívar y yo lo hacía relinchar a mi gusto. Aperos no le tenía porque yo siempre montaba a pelo, de modo que no necesitaba silla ni zamarros.

Viendo ahora este caballo, recordé a mi Palomo tan distante en el tiempo y las costumbres, y se me llenó el alma de nostalgias. Me entró la pensadera y me pregunté qué final tendría mi caballito de palo. ¿A dónde iría a parar? ¿Serviría acaso de leña en aquellos fogones de tres piedras y olla de barro? ¿O volvería a su oficio de palo de escoba? ¿O moriría sumido en el abandono, carcomido por  mi ingratitud de caballero andante?

Pero más sorprendido quedé aún,  cuando vi que la señora y el niño y el caballito llevaban tapabocas. Los tres eran respetuosos de las normas que deben guardarse en tiempos de pandemia. Y aunque ellos entre sí no guardaban la distancia obligatoria, el grupo iba por la calle para no juntarse con los de a pie. Ignoro si en algún momento de la caminata, el jinete llevaría al anca a la mamá, pero no es raro sabiendo la generosidad de niños y de caballos. Los caballistas saben de la nobleza de sus animales, sean percherones o de paso fino o simples caballos de camino.

Pensando en los caballos olvidados y viejos, como mi caballito de palo, recordé el poema de Ricardo Nieto: La oración de los caballos viejos:

“Por los callejones y las alquerías, recordando siempre sus mejores días, pasan renqueando los caballos viejos, llenos de amarguras y melancolías…” 

gusgomar@hotmail.com

 

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