La semana pasada, entre lágrimas, suspiros y recuerdos, despedimos a Black Eugenio, nuestro perrito consentido. Black no era una mascota, era uno más de nuestra familia. Por eso nos dolió tanto su inesperada partida.
Pequeño, peludo y suave, como aquel famoso Platero de la literatura, pero con la diferencia de que Platero era un borrico y Black, un perrito, de esos que llaman Tacita de té, lleno de lana por todas partes. Era negro –de ahí su nombre Black-. Lo de Eugenio tiene otra historia.
Hace diez años llegó a nosotros, como un regalo para nuestro hijo menor, Juanángel, un premio por su buen desempeño en el colegio, aunque el regalo fue para todos.
Era tan pequeño, recién llegado, que yo lo sacaba a pasear en el bolsillo de mi guayabera. Algo creció, aunque no mucho, suficiente para ladrarle con insistencia al visitante, pero todos se reían de “esa fiera”.
Al final, cansado de que nadie se asustaba de sus ladridos, se retiraba a algún rincón, a rumiar en tristeza su impotencia para infundir miedo.
Lo enterraron al atardecer, en un campo cercano a la ciudad, de propiedad de la familia.
Yo no quise asistir a su improvisado cementerio. Bastante tenía ya con ese nudo de angustia en la garganta y ese apretujamiento en el corazón.
Supe que en la pequeña sepultura apenas cupo su aún tibio cuerpo y un pálido rayo de luna que se coló a través de un totumo cercano y las lágrimas de los pocos dolientes.
Esa noche, sin Black para jugar, sin Black para consentirlo, me acordé del verso de Gustavo Adolfo Bécquer: “Dios mío, qué solos se quedan los muertos…”
Solo. Tal vez sí y tal vez no. Porque se me ocurre que los muertos, personas o animales, se quedan en la tumba con un mundo de recuerdos y que, como los vivos, echan mano de ellos para mitigar la tragedia de la soledad.
Por eso los muertos, cansados de la estrecha tumba, se escapan de su mundo para venir a recorrer los pasos ya andados y a hacer sentir su efímera presencia.
Yo he escuchado ladrar a Black, después de muerto, y al regresar a casa, me ha parecido sentir sus saltos de alegría a mi alrededor y sus carreras por la casa, igual que cuando estaba vivo. Y entonces me digo que es mentira la muerte y que sólo se trata de un cambio de estilo de vida.
Lo de Eugenio tiene otra historia. Una vez le pusieron a Juanángel una tarea sobre los miembros del núcleo familiar, con nombre y profesión. Nos nombró a los papás, a los hermanos y a la nona Desideria. E incluyó a Black. Yo le dije que Black era un animal y que no tenía nombre de cristiano.
Me contestó, muy seguro de lo que decía, que Black era de nuestro núcleo y que además se llamaba Black Eugenio Gómez Castañeda, de profesión guardián. Sacó excelente en la tarea, y desde entonces Black se siguió llamando Black Eugenio, el guardián de la casa. Un guardián que le ladraba a la pólvora de diciembre, pero corría a esconderse debajo de la cama.
Se nos fue Black Eugenio una tarde calurosa de este marzo imposible. Mis hijos Diana y Gustavo Adolfo, lloraron en Bogotá, como nosotros aquí. Cuando ellos venían a visitarnos, Black era el que más se alegraba. Con brincos y carreras y “rollitos” en el piso, les daba la bienvenida. Se orinaba de la alegría. No todo el mundo se orina de contento cuando llega la familia.