Los profesores de la Universidad de Princeton Anne Case y Angus Deaton, este último Premio Nobel de Economía, publicaron “Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo”, un libro imperdible para los amantes de los temas educativos, demográficos, laborales o de salud pública.

Los autores muestran que mientras las personas viven cada vez más años en el mundo, a los blancos sin título universitario de Estados Unidos les está pasando lo contrario desde inicios de este Siglo, su expectativa de vida está cayendo. Mejor dicho, los bachilleres dejan el mundo antes de los que terminan un pregrado.

Case y Deaton resaltan que, desde mediados del Siglo XX, década a década, quienes solo tienen título de bachiller en Estados Unidos difícilmente alcanzan estándares que les permitan comprar una casa, acceder a servicios de salud, pertenecer a grupos sociales, casarse o viajar. En la era del conocimiento el trabajo intelectual es mejor valorado. Esto los lleva a enfrentar la vida con desesperanza y soledad, teniendo una alta probabilidad de morir rápidamente por tres causas: suicidio, enfermedad hepática (conectada con alcoholismo) o drogadicción. Todas asociadas a muertes por desesperación.

¿Y Colombia qué?

Si bien los sistemas de salud de nuestro país y los Estados Unidos son diferentes y no contamos con los mismos datos para replicar el ejercicio, en el mercado laboral percibimos alertas. Una de ellas es que cerca de tres de cada diez jóvenes colombianos ni estudia ni trabaja y Cúcuta cuenta con una de las tasas más altas de “ninis” del país.

Además, y perdóneme arrebatos conservadores, el mundo cambió significativamente. Por ejemplo, hace 50 años quien solo había terminado el bachillerato en Colombia lograba emplearse y salir adelante con ciertas comodidades. Hoy es más difícil. Otros cambios tienen que ver con que a hora se multiplican propuestas de legalización de algunos tipos de droga, las redes sociales amplifican frustraciones, decae el seguimiento a doctrinas morales marcadas por una religión y las familias no tienen el tamaño o la fortaleza para ser el soporte emocional de la sociedad, al menos no como lo eran en otras épocas.

Este coctel en un mundo laboral que avanza a pasos agigantados hacía la automatización y con menos niveles de integración social es una admonición de muertos prematuramente por alcoholismo, drogadicción o suicidio. Los desesperados con los que ya conviviríamos, los cuales, valga la aclaración, son un grupo aún más amplio que el de los que no obtienen un título universitario.

Para coger el toro por los cuernos se requieren acciones integrales. Desde lo educativo es urgente mitigar las causas de deserción escolar, llevar a las aulas a personas que inspiren positivamente a quienes no han terminado el colegio(no todo puede quedar en manos de tiktokers) y multiplicar programas que expandan la cobertura técnica y universitaria. Desde la protección social, resulta necesario impulsar estrategias de detección temprana y acompañamiento a situaciones de riesgo de los estigmatizados asuntos de salud mental.

Asimismo, es imperioso que empresarios e instituciones de educación superior se apropien del asunto. Los primeros ofreciendo herramientas de bienestar y felicidad a empleados y contratistas, quienes cada vez tienen menos acompañamiento a la hora de caer en abismos.

Las segundas promoviendo plantas docentes especializadas, cerrando programas educativos con poca demanda en el mercado laboral e implementando currículos alineados con lo que necesitan los empresarios que están en la región y los que queremos que lleguen.

No podemos dejar al garete nuestro futuro ni quedarnos cruzados de brazos con una generación que se estaría acercando a la desesperación.

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