Atreverse a pensar quizás hoy más que nunca sea todo un riesgo o un privilegio. La manipulación de las masas por las redes sociales o los discursos populistas llevan a un simple decoro la utilización de la conciencia como herramienta de transformación.
El 22 de abril de 1724 nace en Konigsberg (Prusia Oriental), uno de los pensadores más influyentes de la filosofía universal: Immanuel Kant. Después de 300 años sus aportes a la realidad presente son significativos en diversos temas de debate que la filosofía moderna nos plantea; la insociable sociabilidad definida por Kant (es decir, la tendencia de los seres humanos a vivir en sociedad y su resistencia, a la vez, a hacerlo) provoca que, finalmente seamos nosotros mismos quienes debamos escribir la manera de los actos y consecuencias.
Debemos confiar en el potencial generado por nuestro comportamiento ético, como si todo dependiese absolutamente de nosotros mismos; nada está por fuera, somos autónomos. Para ello las ideas tienen una enorme rentabilidad para la praxis y son una magnífica guía cuando se trata de orientar el querer, siempre que nos propongamos a ejercer la libertad sin perjudicar a los demás; nuestros límites corpóreos son aquellos donde comienzan los de los otros y esa es la convivencia. Eso sí, las leyes deben valer para cualquiera bajo los principios de libertad, igualdad e independencia.
Para Kant, el papel de la filosofía sería someter a crítica cualquier cosa o parecer, comenzando por sus propias hipótesis, que no pretende imponer por autoridad, sino por la fuerza de los argumentos, no con palabras vacías que retumban en lo social sino con capacidad consolidada de la fuerza del mensaje.
Lo que Kant nos propone es un formalismo ético donde cada cual debe generar sus pautas morales. Esto se hace mediante un sencillo experimento mental: preguntando a la conciencia si la acción elegida serviría para cualquiera, en cualquier momento y bajo cualesquiera circunstancias.
Es decir, el imperativo categórico kantiano: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. La cuestión es no tratar a las personas, ni tampoco a nosotros mismos, como meros medios, sino como fines, el utilitarismo es un vicio, un atentado a la virtud de los humanos.
En este contexto, Dios ni siquiera puede ser agente moral, puesto que carece de la imprescindible tensión entre las pasiones y el obrar virtuoso. En cualquier caso, incluso Dios tendría que someterse al principio ético de no instrumentalizar a nadie, porque la fe es personal y cuando pasa a lo colectivo puede terminar en consecuencias de acción masiva y no inteligencia racional.
El héroe moral kantiano es en realidad un ateo virtuoso como Spinoza, capaz de comportarse bien sin temor al castigo en la vida eterna. Pese a ver cómo triunfan la barbarie y el sufrimiento que suelen atormentar a quienes menos lo merecen, Spinoza sigue siendo fiel a sus principios. La conciencia moral es la instancia suprema de nuestros dictámenes éticos y ninguna voz presuntamente celestial puede pretender aparentar una mayor autoridad, inclusive hoy que los liderazgos se sostienen con las armas o con dinero y en la peor de sus expresiones, con la necesidad de los pueblos.
Hoy se convierte en un homenaje a Kant el atreverse a pensar, a valernos por nuestra conciencia para transformar la realidad. Nuestra ya agobiada Colombia necesita mentes capaces de contrarrestar la ola burda de la deshonestidad y vulgarización de la convivencia humana. Las masas no son manipulables si se protegen con la conciencia moral y el conocimiento. Necesitamos con urgencia una ilustración moderna que aplaque la inoperancia y la debilidad del sistema que nos desean imponer como manada; requerimos brillar con luz propia.