Aun después de su muerte, el pensamiento de José Pepe Mujica sigue marcando caminos. En medio de las tensiones políticas y sociales que atraviesa Colombia, sus reflexiones sobre la unidad, humildad en el poder y necesidad de construir país desde el diálogo, cobran nueva vigencia.
Un discurso suyo, pronunciado durante la pandemia del COVID-19, invita a repensar el rumbo nacional desde lo esencial: aquello que es humano, común y posible.
Con palabras sentidas, Mujica llamó a dejar atrás los odios que entorpecen el camino colectivo.
“Soy pasional. Pero en mi jardín hace décadas que no cultivo el odio porque aprendí una dura lección que me puso la vida. El odio termina estupidizando porque nos hace perder objetividad frente a las cosas”, dijo.
Para él, el odio es tan ciego como el amor, pero mientras este último puede construir, el odio solo causa lo contrario: destrucción.
En ese mismo mensaje, reflexionó sobre el concepto de libertad y su complejidad en tiempos modernos.
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Citando avances de la ciencia que cuestionan si realmente los seres humanos son dueños de sus propios deseos, advirtió que este será uno de los grandes dilemas que enfrentarán las nuevas generaciones.
En ese contexto, reafirmó el propósito más profundo del oficio político: “La política tendrá que hacerse caso. Porque la política es la lucha por la felicidad humana aunque suene a quimera”.
Una década antes, el 10 de septiembre de 2014, en una intervención en la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Mujica ya advertía sobre los límites de un mundo obsesionado con el poder, el consumo y la competencia.
“¿Qué es el mundo en el que estamos viviendo? Nunca el hombre tuvo tanto, nunca tuvo tal arsenal de conocimiento, nunca tuvo tanta acumulación de riqueza. […] Por momentos parece un aprendiz de Dios”, expresó.
Frente a los retos globales, como la crisis climática, la escasez de agua o el avance de la desertificación, insistió en que ningún país puede enfrentarlos solo: “El hombre puede, si razona como especie, pero no si sigue razonando como país o clase”.
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Para Mujica, el gran obstáculo no era la falta de recursos, sino la miopía de los gobiernos.
“Decir que no hay recursos es no tener vergüenza”, dijo, recordando que se gastan dos millones de dólares por minuto en presupuestos militares.
Y con su estilo directo, agregó: “Tenemos la ciencia, la tecnología, los medios económicos y, sin embargo, nos hacemos los distraídos […]. ¿Eso es crisis ecológica? No, eso es crisis de alta política”.
En una crítica frontal al orden global, Mujica concluyó: “Necesitamos un orden de carácter mundial que establezca prioridades. […] No le podemos poner freno a la especulación financiera, una punta de bancos timberos que juegan con la suerte de la pobre gente. Si eso no se llama crisis política, no sé qué es la política”.
La propuesta de Mujica, en el fondo, apunta a lo mismo: unidad. Pero no una ingenua, sino una que reconozca que estos grandes retos, desde el cambio climático hasta la desigualdad, solo pueden enfrentarse si se rompen las lógicas del egoísmo, fragmentación y competencia.
Una mirada que también interpela a Colombia, país que atraviesa profundos desafíos políticos y sociales.
Las palabras de Mujica pueden sonar como un eco incómodo pero, son necesarias. Su llamado a dejar atrás el odio, a construir desde la empatía y a hacer de la política una herramienta para la felicidad humana, se convierte en una hoja de ruta posible.
Pero para que eso pase debe existir la voluntad colectiva de escuchar porque al final, como él mismo dijo, “la política es la lucha por la felicidad humana aunque suene a quimera”. Y esa quimera, en un país tan fragmentado como Colombia, solo podrá materializarse si se logra entender que sin unidad no hay futuro posible.
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