No me gusta el señor Gustavo Petro; le tengo miedo. Me hace pensar en ideologías que ya está probado que destruyen los países. Es hábil, como pocos. Paciente. Sabe que puede llegar a ser presidente si espera con calma. Quizá lo logre.
Lo que me aterra es que el Petrismo existía incluso antes de que el ser humano llamado Gustavo Petro. Él simplemente logró captar, entender, ese sentimiento, y la capitalizó, se lo supo apropiar. Petro fue un catalizador del petrismo.
El petrismo lo quisiera definir como ese movimiento, esa ideología, ese sentimiento que muchos tienen, en especial los niños, de que se merecen algo por el simple hecho de otros lo tienen. Es una mezcla de envida, con rabia, un tris de burla, y un disfraz de justicia distributiva llevada al extremo.
Yo fui Petrista, furibundo, cuando el niño del curso más adelante en el colegio llevó carro. Se lo habían regalado los papás, y él ya podía manejar, pero yo no. Él tenía 16 o 17 años, yo 14 o 15.
Armé en ese momento una muy sólida argumentación de por qué el colegio debía prohibir que los alumnos llevaran carro; eché mano de argumentos como la necesidad de compartir tiempo en la ruta escolar, y que era un poco show off, un poco vistoso, que los alumnos llevaran vehículos. Incluso hablé de los peligros y la inseguridad que una persona, sola, viajara en un carro.
Pero la verdad hay que decirla: Tenia envía. Mucha. Y me valí de argumentos más o menos buenos, para vender la idea de que yo estaba en lo correcto, mientras que el que llevaba el carro estaba en lo incorrecto. Así es el petrismo.
Ante la incapacidad de reconocer la debilidad, o las condiciones de inferioridad que, por mala suerte nos tocan, decidimos lanzarle piedra al otro; pero es un ataque simulado, tiene vestimenta de justicia.
Miren ustedes los argumentos del petrismo y siempre tienen ese trasfondo: hay que quitarle al que tiene, pero no porque el necesitado lo envidie, sino porque el que tiene representa algo malo, algo indeseable; y entonces, el necesitado camufla su envidia, y muta a ser un paladín de la justicia.
Fue el petrismo el que logró, habilidosamente, traer el discurso ya superado de ricos malos contra pobres buenos.
Es la reedición de las fábulas: La del águila y el conejo: El conejo, que no puede volar, envidia al águila, pero no reconoce su envidia, y entonces decide maldecirla, y odiarla, y concluye que volar está mal, y que nadie debería volar. O la de las uvas verdes: Quiero comerlas, pero como no alcanzo el encumbrado racimo, concluyo que las uvas, otrora suculentas y deliciosas, ya están verdes y no ameritan el esfuerzo.
Todos hemos sido y somos petristas cuando con celos y envida vemos al que sí pudo. Y ahí está el éxito de Gustavo Petro. Sino, que lo digan los 8 millones de votantes.