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La soledad de La Gabarra: un pueblo atrapado en el conflicto armado
Las pocas familias de La Gabarra, que decidieron quedarse confinadas en sus casas hicieron un llamado a las autoridades para que no los dejen solos.
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Martes, 28 de Enero de 2025


Por las calles desiertas de La Gabarra, un corregimiento del municipio de Tibú enclavado en el corazón del Catatumbo, José Ignacio*, de 28 años, recorre en silencio el camino que separa su casa de la estación de Policía. Apenas cinco cuadras y media de distancia, pero un trayecto que parece un abismo en medio de la incertidumbre. 

Este joven, que cuida de sus padres mientras el eco de los fusiles resuena en las montañas cercanas, representa la resiliencia de un pueblo que lleva décadas resistiendo la violencia.

Hace casi un cuarto de siglo, en agosto de 1999, La Gabarra fue el escenario de una de las incursiones paramilitares más crueles de la historia reciente de Colombia. Más de 300 hombres armados del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entraron al pueblo, dejando tras de sí una estela de 15 muertos y cientos de desplazados. Aquella vez, el terror se apoderó de los habitantes, quienes huyeron en masa hacia Tibú, Cúcuta y otras ciudades. Hoy, casi 25 años después, pero con otros actores armados, el espectro de la violencia ha regresado para recordarles que las heridas del pasado aún no cicatrizan.


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Un pueblo en silencio

Treinta y tres grados centígrados al mediodía. El calor parece acentuar el silencio que envuelve a La Gabarra, interrumpido solo por el sonido lejano de los disparos. Desde su casa, José Ignacio observa las calles vacías. “Cuando la gente se fue, la soledad se apoderó del pueblo. Todo está solitario: el parque, las calles y hasta el río. Los negocios cerraron sus puertas y lo mismo ocurrió con las viviendas. Estamos como un pueblo fantasma”, dice con un tono que mezcla resignación y miedo.

José Ignacio es uno de los pocos habitantes que no huyó tras los recientes enfrentamientos entre el Eln y las disidencias de las Farc. “No soy guerrillero ni pertenezco a ninguna organización al margen de la ley, solo un humilde repartidor de refrescos. Me quedé porque vivo con mis padres y no podía dejarlos solos”, cuenta mientras lanza un llamado desesperado al gobernador y a las autoridades para que les brinden ayuda y garantías de seguridad.

La herida abierta del 99

La Gabarra nunca olvidó aquel 21 de agosto de 1999. Fue el día en que camiones repletos de hombres armados llegaron al pueblo y desataron una masacre. Quince personas fueron asesinadas tras ser sindicadas de colaborar con la guerrilla. Los sobrevivientes huyeron despavoridos. “Era un caos. Los paramilitares entraron con una brutalidad que nunca habíamos visto. Quien podía, se iba; los demás, se escondían”, recuerda un campesino que ahora vive en Tibú.


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La violencia de los 90 fue orquestada por el Bloque Catatumbo de las AUC, liderado por Salvatore Mancuso y otros comandantes. Su objetivo era claro: desplazar a las guerrillas del territorio y controlar los cultivos ilícitos de coca. La región del Catatumbo, por su ubicación estratégica y su cercanía con la frontera venezolana, se convirtió en un botín codiciado por todos los actores del conflicto armado.

La soledad asusta en los parques de la Gabarra/Foto cortesía
Una historia que se repite

Treinta años después, el contexto no es muy diferente. El 16 de enero de este año, el ELN lanzó una violenta ofensiva contra las disidencias de las Farc. En apenas dos semanas, los enfrentamientos dejaron un saldo de 80 muertos y más de 48.000 desplazados en toda la región. La Gabarra, como epicentro del conflicto, está ahora atrapada entre el fuego cruzado.

“Los tiroteos se escuchan a toda hora. En las veredas cercanas los combates no paran”, dice José Ignacio. Aunque la estación de Policía alberga a unos 25 agentes, su presencia no es suficiente para devolverle la tranquilidad al pueblo. La población teme que la situación empeore. “Estamos a la deriva. No hemos visto tropas del Ejército, y las ayudas humanitarias llegan a cuentagotas. Los que se fueron están en Tibú y Cúcuta, pero su retorno es incierto”, comenta.

Un pueblo fantasma

El parque principal, que antes era el centro de encuentro de los habitantes, está ahora completamente desolado. Las calles que alguna vez estuvieron llenas de niños jugando y vendedores ambulantes, hoy lucen vacías. Hasta el río Catatumbo, fuente de vida y sustento para los pescadores de la región, parece haber sido abandonado.


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“El miedo se siente en el aire”, dice José Ignacio. “Ya no somos los mismos. Aquí todo el mundo recuerda lo que pasó con los paramilitares, y ahora vemos que la historia se está repitiendo”. Su preocupación no solo es por él y su familia, sino por el futuro de un corregimiento que ha sido olvidado por el Estado y consumido por la guerra.

A pesar de todo, José Ignacio no pierde la esperanza. “Somos gente de campo, gente que sabe resistir. Pero también necesitamos que el gobierno nos mire, que nos ayuden a salir adelante. No podemos solos”, afirma.

En las montañas del Catatumbo, la violencia parece ser un ciclo interminable, pero también hay historias de resistencia como la de José Ignacio y los pocos habitantes que se aferran a su tierra. 

Mientras tanto, La Gabarra sigue esperando. Espera que las calles vuelvan a llenarse, que el parque recobre su vida, y que el eco de los fusiles se convierta en un recuerdo distante. Espera, en silencio, que la paz finalmente llegue al Catatumbo.

(*) Nombre cambiado a petición del entrevistado


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