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Un ícono cucuteño: La Araña de Oro
Hoy en día, la pastelería es administrada por la cuarta generación empresarial y familiar en cabeza de Laura Bouzas, hija de Adelino.
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Sábado, 26 de Agosto de 2023

La tradicional pastelería cucuteña La Araña de Oro, que por estos días cumple sus 71 años, fue fundada en 1952 por un ciudadano español oriundo de la ciudad de León en la  provincia de Castilla y León.

Terminaba pocos años antes la Segunda Guerra Mundial y anteriormente, la Guerra Civil Española, lo que para los pobladores de la Madre Patria se había constituido en un problemático caos para su supervivencia, toda vez que el trabajo y los empleos escaseaban y los demás problemas económicos no permitían que su población lograra la tan ansiada independencia económica, algo natural después de un conflicto como el que había terminado en el Viejo Continente. El referido protagonista de esta historia se llama Alejandro García. Desde muy joven se vinculó como aprendiz de pastelero-confitero en la muy reconocida confetería de la familia Pérez, llamada La Coyantina en su ciudad natal.

En esa época, principios de los cincuenta, la migración española se hizo evidente y muchos de los compatriotas viajaban en busca de nuevos horizontes a la promisoria América. Alejandro, ya con su experiencia y conocimiento en el ramo dulce de la repostería, en 1951 se dirigió a Brasil, donde no pudo desempeñarse en su oficio y para subsistir se dedicó a la cría de cerdos, otra de las ocupaciones muy ibéricas, pero al parecer y luego de corto tiempo, una serie de inconvenientes y problemas con sus vecinos hizo que terminara el negocio y se mudara a Venezuela, por aquella época muy atractiva para los inmigrantes europeos, particularmente los ibéricos, portugueses y españoles, principales extranjeros en ese entonces.

La ruta terrestre habitual, para quienes venían del sur del continente y se dirigían a Venezuela, Cúcuta era indudablemente el paso obligado y aquí llegó Alejandro, a comienzos de 1952, sin muchos pertrechos y poco dinero, pero luego del recibimiento que le prodigó uno de sus compatriotas, propietario del hotel Vasconia, y de sus otros paisanos, quienes lo presentaron al italiano Mario Santaniello, que a la sazón tenía un restaurante en la esquina de la calle novena con avenida quinta, terminó por contratarlo para trabajar en la cocina y adicionalmente, le permitió alojarse en una habitación de la casa contigua al negocio, que es precisamente la casa donde iniciaría su propia pastelería.

Con el pasar del tiempo y a medida que aumentaba la confianza con su patrón,

Alejandro le solicitó el permiso de colocar una vitrina para exhibir y vender sus postres al comenzar la noche y una vez terminaba su jornada de trabajo.

Para esa época comenzó la construcción del Teatro Zulima y ya terminado a finales de 1954, los productos dulces de Alejandro se fueron haciendo famosos, especialmente por la divulgación que de ellos hacían sus principales clientes, los asistentes a las sesiones nocturnas del teatro insignia de la Lotería de Cúcuta, uno de los mejores y más modernos del país.

Así comenzaron a conocerse sus productos de pastelería, únicos en la ciudad y el auge y aceptación fueron tan manifiestos que Alejandro terminó por comprar la casa donde se alojaba, entonces de propiedad del médico Jesús Mendoza Contreras.

Me dicen sus actuales dueños, que el nombre de La Araña de Oro proviene de una vieja aspiración, o más bien de un sueño que Alejandro tenía, de trabajar en una pastelería, en Francia, que tenía ese nombre (pâtisserie l’Araignée Dorée) pero que por fortuna, el destino le permitió tener su propia pastelería.

Con el pasar del tiempo y el progreso visible del negocio y un patrimonio que le permitía regresar a su tierra, Alejandro decide contactar un antiguo compañero para que continúe con la administración y de paso, expandirse abriendo una sucursal, lo que sucedió cuando hicieron lo propio en la avenida quinta, frente al entonces Banco de la República. El socio era Melquiades Martínez con quien había trabajado en La Coyantina. Luego de un tiempo, y antes de partir de regreso a su patria,  Alejandro  decidió vender ambos negocios a personas diferentes y dejando a Melquiades en la administración de la sede principal de la calle novena.

Con la apertura de la sucursal de la avenida quinta se abre otra imagen del negocio. Recordemos que a principios del siglo pasado, en los puntos neurálgicos de la ciudad aparecieron los entonces tradicionales cafés, como el Rialto, Roma, El Comercio y luego el Cordobés  y el Salón Astoria, entre otros. La costumbre era que estos cafés, eran en realidad tertuliaderos, donde los clientes se sentaban –durante horas- a beber la tradicional bebida, sin nada más de consumo. Cuando abrió La Araña de Oro, un toque adicional se agregó, puesto que además de los servicios de café y té, se ofrecía una variada gama de repostería de la que sus propietarios españoles eran expertos. Nada que ver con la conocida expresión que se hizo popular entonces del Club del vaso de agua, con que se habían bautizado los establecimientos donde esta situación se había hecho habitual, y que a la larga les dio la partida de defunción.

Luego de la primera venta de esta sucursal que hiciera Alejandro García, fueron varios los dueños que no tuvieron nexos entre ellos a excepción que todos eran españoles, hasta que finalmente apareció Joaquín Colomer que, según las crónicas de la época, le puso un tinte de su personalidad. Era un hombre sobrio, bonachón, tolerante, silencioso, nunca se le vio con mala cara, ni lo vieron regañar a sus empleados y, por lo tanto, el mismo trato les daba a sus eternos visitantes que siguieron con la tónica de venir a tomarse un café negro durante horas, hasta el cierre del negocio (para información de mis lectores, la hora de clausura, de casi todos los negocios de entonces, era la siete de la noche). Sin embargo, a don Joaquín se le ocurrió que el nombre de La Araña de Oro, era también de su propiedad sin considerar que los verdaderos dueños seguían con el dominio y la posesión de la marca, toda vez que mantenían la actividad vigente en su dirección original. Llevado a litigio, don Joaquín tuvo que ceder en su intento, lo que finalmente hizo que el negocio cerrara sus puertas.

La original pastelería de la calle novena continuó su actividad luego que Melquiades le vendiera a su hermano Genaro Martínez y años más tarde, éste le cediera a su pariente Adelino Bouzas Martínez, el negocio del que sigue siendo su propietario todo un logro que pocos  negocios logran hoy en día. En la actualidad, la pastelería es administrada por la cuarta generación empresarial y familiar en cabeza de Laura Bouzas, hija de Adelino.

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