Me aficioné a la coca desde niño. Lo confieso. Aún no había aprendido a leer y ya estaba yo metido en los asuntos de la coca. Pero no sólo yo. Todos los varones de la casa nos reuníamos en las tardes, después de la comida, a recibir las brisas de la tarde y a jalarle a la coca.
Pero sería injusto decir que sólo mi familia era adicta a la coca en el pueblo. Porque todos en el caserío se aficionaron, igual que nosotros, a la coca. Ese es un mal contagioso. Prendedizo, decía mi mamá.
Y es que a las mujeres les estaba prohibido meterle a la coca.
Ellas estaban para la cocina y la ropa y los oficios de adentro.
La coca era para nosotros, los hombres. No importa que aún fuéramos niños. Debíamos irnos entrenando para cuando fuéramos mayores.
Algún día tendríamos pelo en pecho y debíamos estar preparados para los avatares de la vida, entre ellos la coca.
Pero no piensen mal de nosotros, los de ese entonces. Éramos un pueblo sin televisión, sin celulares, sin carretera, sin luz eléctrica. ¿Qué otra cosa podíamos hacer para entretenernos antes de ir a la cama?
No estoy muy seguro de quién llevó ese vicio a Las Mercedes. Tal vez fue Martín Manosalva, el hijo del asentista, don Luciano, que iba de pueblo en pueblo vendiendo cachivaches y fomentando vicios, como el cigarrillo y la coca.
Tal vez fue el correo, don Rito Ramírez, que era el único ser humano de nuestro caserío, que tenía contacto con la civilización.
Don Rito echaba pata que daba miedo, y recorría el largo trayecto entre Las Mercedes y Sardinata en la mitad del tiempo que gastaban los jinetes.
Jamás ojo alguno vio cansado a don Rito, ni a la orilla del camino esquivando la resolana, ni bebiéndose una jícara de guarapo donde la Churca, la mujer que ofrecía bebidas al sediento y descanso al caminante.
Rito Ramírez iba y venía, venía e iba, llevando al hombro su mochila con el tricolor ya desteñido y el letrero Correos de Colombia.
O acaso fue algún arriero, al que le ofrecieron coca en alguna posada del camino. Se afiebró y llevó la costumbre a Las Mercedes.
Digo que no supe quién metería la costumbre al pueblo. Pero desde entonces muchas cosas cambiaron en nuestro villorrio. Los muchachos se quedaban hasta tarde de la noche en las esquinas, disfrutando de la coca. Los viejos también cogieron la costumbre y se enredaban contando historias alrededor de la coca.
Las mujeres renegaban y veían aquella costumbre como un castigo de Dios. Acudieron entonces donde el señor Cura, para que desde el púlpito lanzara rayos y centellas contra quienes dilapidaban el tiempo en esa forma. Pero el padre no lo hizo. Más tarde supieron que también el cura era adicto a la coca.
Fueron entonces a la policía, pero el cabo y los agentes estaban entretenidos en su cuartel, jalándole a la coca.
Nada pudieron hacer, afortunadamente. Digo afortunadamente porque desde que hubo coca en el pueblo, se acabaron las peleas y los muertos matados.
Fue una época de sana paz en el villorrio. Desde que la gente se acostumbró a jugar al trompo, al yo-yo y a la coca, no hubo tiempo para rencillas ni disputas.
Si Juanpa quiere en verdad la paz, debería darle a cada uno de los negociadores de La Habana, un jueguito de coca y un yo-yo y un trompo. Despejarían la mente y se dejarían de estar hablando carajadas, que nadie les cree. Es mejor la coca que el fusil. La coca del juego, digo.