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Y todo por una dieta
Me tocará buscar otras técnicas de comunicación, para hacerle ver a mi amiga que no importan los gorditos ni los kilos de más.
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Martes, 14 de Enero de 2020

Me encontré en días pasados con una amiga que, en vez de saludarme con pico y una hermosa sonrisa, como me tiene acostumbrado, se me plantó de frente, dio una vuelta sobre sí misma, estilo modelo en pasarela, y me dijo con honda preocupación:

-¿Cómo me ve? ¿Más gorda o más flaca? Dígame la verdad, porque usted por hacerme sentir bien es capaz de decirme cualquier mentira.

-¿Mentiroso yo? –le pregunté, extrañado de sus palabras. 

-¡Claro! No es más sino leer sus columnas, yo creo que son una sarta de mentiras, pero tan bien escritas que uno se las cree. Bueno, dígame, ¿cómo me ve?

-Me estás ofendiendo –le dije. Ella me habla de usted, y yo la tuteo, por aquellas cosas de la vida.

-Bueno, no se haga la víctima. ¿Cómo me ve?

-Muy buena, quiero decir, muy bonita.

-¿Por qué será que usted nunca puede hablar en serio?

Sonreí, pero en el fondo yo estaba preocupado. Si  le digo que está gordita, pasadita de kilos, que las hayacas le agrandaron la barriga, las nalgas, las piernas y los brazos, se me embejuca y es capaz de no volverme a hablar. Si le digo que está delgada como si fuera al gimnasio, le estaría mintiendo, y yo a las mujeres no les miento jamás de los jamases. Lo aprendí de Cleto Ardila, mi abuelo arriero: “Mijo, a las mujeres toca hablarles recio, pero siempre con la verdad por delante”. Y así lo hago.

Le miré los cachetes popochos, le toqué la papada, le eché con disimulo un vistazo a los gorditos abdominales, esos que llaman maduros, traté de abrazarla para calcular el diámetro y el espesor de su barriga, pero no se dejó, le levanté su mano derecha y la hice girar, como hacen los bailarines de tango, para analizarle sus otras formas, la miré a los ojos, acudí a la sabiduría salomónica y le di mi fallo, no sin antes advertirle que yo era humano y que bien podía equivocarme, y que ella estaba en todo su derecho, por dignidad y por orgullo, sus dos grandes fuertes, de creerme o no creerme.

Me quité la boina formulada, sacudí mi melena alborotada y dije así con inspirado acento:

-Estás lo mismo, ni más gorda, ni más flaca.                                                                                                                                                                

El mundo se le vino encima. Y a mí también. Me llamó egoísta, mal amigo, hipócrita, doble, malintencionado. Que ella había acudido a mí, creyendo en mi imparcialidad y que había esperado de mí un juicio sereno pero acorde con las circunstancias. En un paroxismo de dolor, cercano al lloro, me confesó que en diciembre escasamente había probado las hayacas y eso por no desairar a la mamá que las había hecho, que la natilla y los buñuelos no habían pasado por su plato, que el sancocho del 6 de enero no había sido con ella, y que por todo eso, estaba segura de que había rebajado varios kilos, rebaja que yo no había querido ver por ninguna parte de su cuerpo.


   Me envolvió en la luz de una mirada no muy amigable, y quejumbrosa y sollozante se alejó, paso a paso, lágrima a lágrima, rabia a rabia. Tal parece que mi sabiduría salomónica no funcionó como yo lo esperaba. 

   Ahora me tocará buscar otras técnicas de comunicación, para hacerle ver a mi amiga que no importan los gorditos ni los kilos de más, con tal de que haya alguien que la quiera, que lo que importa es lo que va por dentro (no del estómago sino de la mente y del corazón). Hacerle saber que las gorditas también tienen su encanto y sus admiradores y admiradoras.

   En mis épocas de estudiante serenatero, yo le cantaba a una amiga gordita: “No me importa que sea gorda, si pa correr no la quiero”. Era una canción de moda. Voy a ver si la consigo, para contentar a mi amiga. Los milagros existen, digo yo. Casos se han visto, sigo yo diciendo. 

gusgomar@hotmail.com

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