Le confieso, señor Alcalde, que quedé con la boca abierta cuando recibí la comunicación de la alcaldía. No lo podía creer. Leía y releía, y no me lo creía. Me dije a mí mismo “Seguramente el alcalde se equivocó”. Y mí mismo me contestó: “No se equivocó. Vamos a ser condecorados”.
¿Condecorado yo con alguna medalla de la Alcaldía? ¿Y esa joda? ¿Qué hice yo para figurar en la lista de los homenajeados por la primera autoridad del municipio?
Y entonces con humildad intensa repetí lo que dice la Biblia que dijo María: “¿De dónde a mí tanta gracia, que mi Señor se haya fijado en mí?”. Usted no es mi señor, pero sí es mi alcalde, hasta el 31 de este mes a la media noche.
Lo único que yo hago es escribir una modesta columna, dos veces por semana, en La Opinión, en la que digo cosas y, de cuando en cuando, le echo vainas a usted por lo que no ha hecho o deja de hacer, o le mamo gallo por alguna de sus equivocaciones o por sus promesas incumplidas.
Aunque también, bueno es reconocerlo, le echo flores cuando las cosas le salen bien: El Malecón, los parques biosaludables, la pavimentación de calles y el viajecito a las Europas a desenmascarar a Maduro.
Pero todo eso no es suficiente, pensaba yo, para ser galardonado, con otra catorcera de homenajeados, ellos sí muy merecedores de la condecoración.
De modo que para salir de dudas, llamé a su Oficina de Prensa, a mi amiga Aura María.
-Lo felicito –me dijo, tan pronto reconoció mi voz.
-¿A mí? –le contesté, haciéndome el soco.
-Claro, el alcalde lo va a condecorar con la máxima distinción que confiere la Alcaldía, la medalla Juana Rangel de Cuéllar.
Entonces era cierto. No brinqué de alegría, pero sí me dio un gustico. Sentí mariposas en el estómago, como dicen algunos. Pero el gustico fue agridulce. Dulce por la medalla, que engrosará la colección de medallas que tengo: la de la Virgen de Las Mercedes, la de la Milagrosa, la de san Judas Tadeo, y una que me gané en La Opinión en un campeonato de ajedrez. Y agrio, o medio amargo, porque eso significaba tener que callarme algunas cosas.
Dicen que es mala educación hablar con la boca llena, según enseñaba Carreño en su tratado de urbanidad, de manera que ya no podría echarle más vainas a usted por los semáforos sin arreglar; por los vendedores ambulantes que se salieron con la suya; por el despelote en el tráfico urbano, por las veinte mil casas y otras cosillas de su administración.
Pero hice de tripas corazón y me fui a la ceremonia de premiación, con guayabera blanca, manga larga, recién embolado y estrenando peluqueado. Cargué con mi mujer y mis hijos y mis amigos más cercanos. Llevé comisión de aplausos y me funcionó.
Hacía tiempos que no recibía un abrazo de oso de un alcalde y hacía tiempos que no subía a una tarima a recibir un reconocimiento y hacía tiempos que no sonaban a mis espaldas las sabrosas melodías de una orquesta tan buena como la del maestro Iván Tarazona.
Todo requetebueno, con fotos y discurso suyo, como cosa rara. Pero me conmovió ver sus lágrimas, que trató de esconder, señor alcalde, cuando sonó Frank Sinatra. Y entonces recordé, usurpándole la idea al poeta, que también los alcaldes tienen sentimientos y que lloran como las mujeres porque tienen débil como ellas el alma.
Entonces lo vi grande, señor Alcalde, con mocos y todo. Tal vez le está haciendo mella la nostalgia del poder o ya está sintiendo contrición de corazón o acaso lo carcome el propósito de enmienda. O todas las anteriores. Sea lo que sea, gracias por la medallita y lo tendremos en cuenta.