Pasaron los tamales, los abrazos y la fiestolaina del 24, incluidos novena y aguinaldos. Llegó la medianoche y al pie del árbol se repartieron y abrieron los regalos, tal como lo ordenó Francisco de Asís, en su obra “Del pesebre, las hayacas y regalos”.
Llegó y pasó el 31 con la quema del añoviejo, el brindis de la media noche, los cucos amarillos, los abrazos y deseos de un nuevo año repleto de cosas buenas, el baño de las siete hierbas y la manotadita de lentejas para la buena suerte. Y luego la opípara cena con pavo relleno, pernil de pollo y cerdo ahumado.
Llegó el año, pasó como un suspiro y se acabó. Lo mismo de siempre. “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”, dijo Machado, el poeta español, primo de David Machado, el de Las Mercedes.
Todo va pasando y ahora sólo nos queda la fiesta de los Reyes Magos, de los cuales lo único cierto es que no eran reyes y posiblemente no eran tres, sino cuatro o cinco, y en algunas leyendas hablan de que eran doce, como los meses del año, como las tribus de Israel, o como los doce hijos de mi abuelo Cleto Ardila, que tuvo seis hijos en casa, con mi abuela Lucía Esparza, y seis por fuera, regaditos, por los caminos de su arriería.
De modo que no eran reyes, y entonces ¿por qué llevan corona? La pregunta se la hice a mi amigo Francisco, que me contestó con su humildad de cura campechano: Mirá, ché, me corchaste, me cogiste con la sotana arriba y los calzones abajo.
Parece que en la antigüedad eran muchos los hombres que se dedicaban a mirar las estrellas. La mujer los sacaba de la cama o porque roncaban mucho o porque se ponían muy insistentes, y los pobres, al no tener más que hacer, se iban al solar, se trepaban al totumo y desde allí, al lado de las gallinas, comenzaban a estudiar el giro de las estrellas, sus guiños, la dirección que tomaban. En otras palabras, sin saberlo, se iban haciendo astrónomos, y se juntaban en agremiaciones y compartían sus descubrimientos y se relacionaban con otros esposos trasnochadores por culpa de sus mujeres.
Así, estos magos (estudiosos), no brujos, ni reyes, vieron cierta noche una estrella que los invitaba a seguirla y algunos la siguieron. El resto todo el mundo lo sabe.
El número tampoco importa. Tres, cinco o más. Eso es lo de menos. En Las Mercedes, siempre ha sido una celebración muy especial la del 6 de Reyes, con caravana de disfrazados, música de cuerda y aguardiente. Pero una vez les dio a los reyes por llegar a caballo. Era invierno y los ríos y caños estaban crecidos. Venían de una vereda cercana al pueblo (Miraflores, tierra de café y mujeres hermosas), pero al pasar la quebrada Agualisa, a la entrada del caserío, a uno de los caballos le fallaron los cascos y se dejó llevar de la corriente.
Los otros dos salieron bien librados y, como ya era hora de la misa, debieron seguir solos hasta la iglesia. Sólo dos reyes magos llegaron ese día. La policía y unos voluntarios se fueron quebrada abajo, buscando al rey ahogado, y lo encontraron vivito y temblando, prendido de unas raíces, cerca del pozo del Remolino, de donde nadie salía vivo.
Lo sacaron, le zamparon media de aguardiente para que se repusiera del susto y el pobre rey, aporreado, triste y emparamado, llegó corriendo hasta la iglesia, cuando ya había pasado la entrega de los regalos. Medio jincho, con otra media en la mano, gritó desde la puerta: Yo soy Gaspar, el del oro.
-Que venga el oro –ordenó el cura, suspendiendo la ceremonia.
-El oro se ahogó con el caballo -dijo el mago salvado de las aguas. -Sólo me queda la media de aguardiente que me dio el dragoneante Pacavita.
Gustavo Gómez Ardila
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