La semana pasada, a raíz del trote que le pegaron al paisano Maduro en Margarita, donde tuvo que salir corriendo porque las mujeres lo iban a linchar, le dije a un viejo conocido, que se las da de izquierdoso, que Maduro estaba a punto de caer, mejor dicho, que ya estaba maduro y le bastaba un empujoncito para venirse a pedir cacao aquí, en El Callejón y en Carora.
Mi amigo se sintió ofendido y quiso revirar, pero no encontró ningún argumento de peso, de modo que hizo lo único que saben hacer los seudoizquierdosos cuando se ven perdidos ante la terquedad de los hechos: inflarse, mirar feo y dar la vuelta dejando solo al contrincante.
Digo que el tipo es un seudoizquierdoso porque vive en tremenda casa en una urbanización de oligarcas y su profesión es la de prestamista: presta plata a intereses de usura. Pero despotrica contra el capitalismo y defiende a morir el socialismo siglo XXI.
-Venga, hablemos –lo reté.
-Váyase mucho al carajo –me gritó con la cara destemplada.
-¿Y dónde queda el carajo? –le dije en son de mamadera de gallo.
Me dejó con la discusión en la boca, pero me quedé pensando en lo que acababa de decirle: ¿Dónde queda el carajo? ¿Qué es el carajo? ¿Y por qué lo mandan a uno al carajo? ¿Y por qué ese mucho, un adverbio de cantidad, que no cabe en la frase?
Dándole vueltas al asunto, me acordé de la vez que una suegra, en mis épocas de estudiante interno, utilizó la misma expresión.
Nos volamos una noche fría de internado en Pamplona a dar una serenata en la que yo era el interesado. Dos guitarras, unas maracas, dos voces, y media de aguardiente. Cuando íbamos por la tercera canción se abrió la puerta y apareció la doña con la cabeza llena de rulos y arropada con dos cobijas.
-A mi hija no me la joda más. Váyase al carajo grande. Y mañana llamaré a su colegio para preguntar por qué cinco estudiantes internos andan por la calle haciendo escándalos con sus chillidos.
En ese instante no me preocupó averiguar donde quedaba el carajo grande, ni el insulto de llamar chillidos a nuestras canciones, ni la negativa a mis intereses románticos con su hija, sino la amenaza de llamar al colegio, lo que daba para expulsión o por lo menos para matrícula condicional.
Gracias a Dios no pasó nada, me olvidé de la muchacha y sólo hasta ahora, cincuenta años después, vuelvo a acordarme de ese carajo grande.
Investigando supe que cerca de Bucaramanga hay una finca donde hacen campamentos, y se llama El Carajo. Supe también que la palabreja era empleada por los piratas marinos. El carajo era una especie de canasto bamboleante, en lo alto del mástil, desde donde se divisaba al enemigo. Por castigo mandaban allí a quien desobedecía las leyes de la piratería, a aguantar sol, lluvia y el mareo por el bamboleo de las olas.
Sin embargo, hay quienes usan el carajo para referirse a algo o alguien muy bueno. “Esa muchacha está del carajo”, dicen. Y en Venezuela a los niños los llaman carajitos.
Seguiré investigando para ver a dónde es que me mandan los maduristas o los santistas. ¿Serán de los mismos? ¡Ah, carajo!