La Constitucional declaró inconstitucional las limitaciones consagradas en el Código de Policía para el consumo de “sustancias alcohólicas, psicoactivas o prohibidas” en “el espacio público, lugares abiertos al público, o que siendo privados trasciendan a lo público” y “en estadios, coliseos, centros deportivos, parques, hospitales, centros de salud y en general, en el espacio público, excepto en las actividades autorizadas por la autoridad competente”.
La Corte no da prueba alguna de que las limitaciones impuestas “impidan” alcanzar la tranquilidad y las relaciones respetuosas que pretende proteger el Código ni de que, como dice su comunicado, no “haya siquiera riesgo de que se afecten los bienes protegidos”. Si la Corte no iba a hacer un juicio en abstracto, tendría que haber visto la evidencia. Y la evidencia empírica muestra que el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas en espacios públicos pone en riesgo la convivencia pacífica y la tranquilidad. Son miles los casos de homicidios, lesiones personales, riñas y otras formas de violencia ocurridos en espacios públicos y lugares abiertos al público ocasionados por personas bajo el influjo del alcohol y las drogas. A los magistrados de la Corte les hubiera bastado con preguntarle a la Policía o a Medicina Legal. Sobre decir que no quisieron hacerlo. De haberlo hecho no hubieran podido decidir como lo hicieron.
Lo que hacían las normas declaradas inconstitucionales era limitar ciertas actividades en el espacio público y en lugares abiertos al público para proteger los derechos de los otros. Si alguien se quiere emborrachar o drogarse, que lo haga en recintos privados, no en espacios públicos ni lugares abiertos al público, de manera que no se afecten la convivencia pacífica, la tranquilidad, los derechos de los demás y, en especial, los de los niños. La Corte prefirió defender a los consumidores, y de paso el negocio de quienes les venden alcohol y drogas, que proteger a los niños que, en adelante, no solo quedarán expuestos a ver gente emborrachándose y drogándose y a sufrir los riesgos que suponen personas en tal estado, sino que serán presas fáciles de jíbaros y bandas de microtraficantes que, ya lo están haciendo, esconden su actividad delictiva bajo la excusa de que solo portan una “dosis mínima” de “consumo personal”.
En fin, no sobra volver a recordar, aunque no voy a ahondar en ello, que la otra cara de la moneda al consumo y la drogadicción es la producción y el tráfico y que, en todas sus modalidades, el narcotráfico es el peor de los problemas que nos quejan. Y que a más narcotráfico, más violencia. Las decisiones sistemáticas de ese tribunal solo contribuyen al agravamiento de una situación que ya es muy mala.
Por último, como dice el salvamento de voto de Carlos Bernal, la Corte, “incluso si existiera incertidumbre acerca de la creencia que tienen muchos ciudadanos -de que la mencionada prohibición sí contribuye a alcanzar su fin- lo cierto es que en una democracia constitucional la falta de certeza empírica se suple con la legitimidad política del Congreso”.
Y ese es el otro gravísimo problema de la decisión de la Corte: usurpa las funciones del Congreso. No es la primera vez y, me temo, no será la última. Se les volvió costumbre a los magistrados que, además, son irresponsables. Han extendido el ámbito de sus competencias más allá de las facultades que les diera la misma Constitución. Han reemplazado al Congreso en sus funciones y, en no pocas ocasiones, al mismo constituyente primario. Jueces que no tienen control externo alguno y que no se autocontrolan, y que no reconocen límite alguno. Jueces que creen que su función es ir en contravía de las mayorías e imponerles a ellas sus posiciones ideológicas. Jueces altamente politizados y, en el caso de esta Corte y con algunas excepciones, además francamente mediocres. La rueda de prensa de las dos magistradas fue, hay que decirlo, penosa.
Acá no sirve ganar las elecciones e ir al Congreso o a la Presidencia. El pueblo no es soberano y no lo son sus representantes. Estamos en la dictadura de los jueces.