
El mañana de Cúcuta es un futuro imperfecto que depende más del pacto colectivo que de las promesas ocasionales. Más metrópoli que municipio y más capital que ciudad, esta maraña de intercambios, flujos, encuentros y conflictos contiene el porvenir del territorio. Y si prevalece su dinámica actual, Cúcuta se desbarata y se disgrega, porque esta retícula de retazos solo existe gracias a un tupido tejido de vínculos y lazos. En su condición de frontera, soñamos ver a Cúcuta como un territorio cosmopolita, pero el aislamiento del resto del país nos despertó poco a poco, en busca de oportunidades. Pero ni pujante ni condenada, nuestra ciudad es el lecho físico de los deseos de una ciudadanía en construcción y de las tensiones entre lo planificado y lo informal.
Crisol de culturas y espacio de ocasiones y momentos, estos barrios tradicionales y caseríos desmadejados brindan a las escuelas de arquitectura —y a quienes todavía soñamos— un escenario propicio para la materialización de la función social y ecológica del urbanismo. Su esencia confusa, propia de una colcha de retazos que representa las múltiples capas y tiempos de su desarrollo, le impide otro futuro imperfecto que no sea el de la continuidad de esos flujos y conflictos, pero en un conveniente acuerdo de bienestar. Quizás de talante más moderno que republicano, Cúcuta maltrata su pasado y ha renunciado a los proyectos futuros de largo plazo para vivir con la urgencia del presente.
Huérfana de la historia, con ayunos de liderazgo y violenta por la indiferencia, Cúcuta sobrevive en el día a día, con un rumbo que evita la colisión o el naufragio improbable. Desdeñada y malinterpretada en su ordenamiento territorial, y sumisa a los apremios de sus ocupantes transitorios, esta es también una ciudad que se maltrata en las elecciones, que dejan heridas cuyas cicatrices aún no cierran. Sometida a la indiferencia plácida que desconfigura su centro, alguna vez cordial, se desvanece a la par de sus espacios públicos.
Si Cúcuta tiene futuro, este reside en su dinámica de intercambio imparable, pero también en la necesidad de espacios para la pausa y la calma: lugares de encuentro requeridos como caja de resonancia pública donde el enjambre ciudadano resuelva sus conflictos desde su condición de comunidad. Pero entre la esperanza y la incertidumbre —porque el territorio se ha transformado tan radicalmente que los límites municipales y transfronterizos casi se han disuelto— este constante cambio crítico y azaroso es, a la vez, riesgo y oportunidad: permite despojarnos de las viejas costumbres que condicionan el desarrollo, pero también es el escenario para la innovación y la búsqueda de identidad.
Y porque dejar atrás el pasado paradójico no excluye los valores ni el orgullo mestizo de una Cúcuta metropolitana y provinciana, admirable y absurda, que a tantos nos exaspera, pero también nos acoge; nuestro papel como arquitectos en este futuro imperfecto es incierto. Pero, en todo caso, nuestra contribución al bienestar común —más allá de una dimensión estética en busca de reconocimiento— debe poner énfasis en lo público, y ser quienes hagamos posible la materialización de los derechos colectivos y urbanos en este acuerdo común que llamamos Cúcuta.
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