¡Cómo pasa el tiempo! Mañana, 29 de enero, cumplirá un año de fallecido el médico cucuteño Pablo Emilio Ramírez Calderón, y a muchos nos parece que fue ayer nada más. Ayer por la tardecita, decía mi abuelo.
Y es que aún resuena su voz en muchas partes: en su espaciosa casa del barrio Caobos, en la Academia de Historia de Norte de Santander, en el Colegio Médico, en el Comité de ganaderos, en todas partes a donde llegaba. Porque su presencia no pasaba inadvertida.
No era un gritón, pero se hacía escuchar. No era un mandón, pero sus órdenes se obedecían y sus sugerencias eran acatadas. No era un gruñón, pero sabía cómo mandar con sólo una mirada o con un dedo levantado. No era un cascarrabias, pero cuando no estaba de acuerdo con algo, lo iba diciendo sin pelos en la lengua.
Lo recuerdo vestido de blanco. Durante mucho tiempo, los médicos de Cúcuta, igual que los abogados y los contadores y los funcionarios públicos, vestían de corbata todos los días. La corbata en los caballeros de importancia no era, como decían los mamadores de gallo, un trapito alargado para disimular la falta de botones, sino una señal de distinción, de elegancia, de profesionalismo, de que el hombre que iba detrás de ella, de la corbata, era de la jai, o al menos, pretendía serlo.
Pero cuando el calor empezó a apretar más de lo cucuteñamente aguantable, por el cambio climático que dicen los científicos, los encorbatados cucuteños comenzaron a sudar la gota gorda y, poco a poco, la corbata fue desapareciendo del diario vestir. Los médicos y los abogados y los funcionarios públicos volvieron a ser gente común y silvestre, y entre ellos el doctor Pablo Emilio Ramírez Calderón.
Pablo Emilio se pasó a la guayabera, siempre blanca, siempre elegante, siempre bien planchada. Con pantalón blanco y zapatos blancos y medias blancas. Y sonrisa blanca. Porque el hombre, contrario a lo que dicen las malas lenguas, era de un buen humor permanente y formidable. Reía y hacía reír. Sonreía y hacía sonreír. Echaba cuentos y chistes de todos los colores, y haciendo gala de una memoria prodigiosa contaba anécdotas picarescas de los políticos de antaño y de los de ahora: “Como dijo Laureano Gómez en el Senado…, como decía Gaitán cuando jugaba tejo…, como decía López el viejo…,” para todos tenía un apunte, un gracejo, una anécdota.
Pero lo más importante fue su cucuteñismo. No conozco a nadie, y creo que no conoceré a nadie, que se sienta tan orgulloso de haber nacido en esta tierra, como Pablo Emilio Ramírez Calderón. Por eso la defendía a capa y espada, por eso se ganaba enemigos, por eso le reclamaba a quien fuera, si veía que estaban haciendo cosas contra la ciudad.
Se enfrentó, como un buen Quijote, a la empresa Bavaria, que con sus chimeneas y su humo contaminaba la ciudad, no para que se fuera de la región, sino para que sacara su fábrica de cerveza a un sitio fuera del entorno urbano, donde la contaminación no le hiciera daño a la ciudad de sus amores.
Sin ser político, aceptó alguna vez la postulación que de su nombre hicieron muchos de sus amigos para el Concejo, y desde allí libró varias batallas contra el alcalde de turno, en defensa de su nativa urbe.
Lo vi varias veces cargando en su camioneta cientos de arbolitos que regalaba al municipio, para que fueran sembrados en las avenidas, contribuyendo así a la sombra y a la frescura de la Cúcuta ardiente. Algunos fueron sembrados. Otros desaparecieron como por encanto.
No estoy muy seguro de que el arreglo de los andenes que hizo el alcalde Rojas Ayala en los últimos meses de su mandato, hubiera sido por acatar la sugerencia del doctor Pablo Emilio, pero sí me consta que ante varios alcaldes expuso su preocupación por el estado lamentable de algunas calles y andenes del centro de Cúcuta.
Algunos de sus sábados sacrificaba su descanso por irse a recorrer los barrios alejados. “Quiero conocer a mi ciudad, porque Cúcuta se nos creció sin saber a qué horas, y los cucuteños no la conocemos”.
Y porque quería inmensamente a Cúcuta, fue por lo que dejó por escrito lo que sería su última voluntad: “Cuando me muera, quiero que me entierren en el cementerio de Cúcuta, es decir, en el cementerio central. Aquellos que llaman Jardines y que son los de moda, no pertenecen a Cúcuta sino a otros municipios. Aquí nací y aquí quiero ser enterrado”. Voluntad que, tal vez la única, cumplieron al pie de la letra sus familiares.
Cucuteño grande, cucuteño puro, cucuteño por entero. Con defectos, como todos los humanos, pero con un cucuteñismo a toda prueba, como pocos. Como casi ninguno.
Espero que algún día, ojalá no muy lejano, la ciudad le rinda homenaje a Pablo Emilio, dándole su nombre a algún sitio público de la ciudad, una avenida, un parque o al Centro de Convenciones que se piensa construir con motivo del bicentenario del Congreso de Cúcuta. Que Dios y los mandamases me escuchen.
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