En las últimas semanas se nos juntaron tres fechas tenebrosas: Brujas, ánimas y elecciones.
Sobre las brujas es poco lo que hay que añadir a lo que todo el mundo sabe: Que no hay que creer en ellas, pero que las hay, las hay, según las enseñanzas de Astete.
En Las Mercedes de mi infancia, abundaban las brujas. De cuando en cuando, mi mamá y yo las escuchábamos volar, al atardecer, a la hora en que el mundo se vuelve gris. Iban camino de sus aquelarres o en busca de alguna familia a la que querían atemorizar con ruidos encima del techo, carcajadas siniestras y graznidos en el aire.
Pasaban por encima de nuestra casa, volando bajo, y el ruido de sus alas de chulo contra el aire (o tal vez era su escoba de flecos y de humo), me obligaba a dejar mis juegos en el patio y salir corriendo en busca de mi madre.
Ella, a su vez, salía de la cocina a buscarme para protegerme. Pero mi mamá tenía una fórmula ritual para saber quién era la bruja.
-Vení mañana por sal –le gritaba mi mamá al viento, al ruido, a las sombras.
Al otro día venía a la casa una vecina o una amiga o una señorona del pueblo, a pedirle a mi mamá un poco de sal, pues que a ella se le había acabado.
Mi mamá la miraba fijo a los ojos, y el delantal de flores desteñidas le temblaba en el pecho y con inquietud de miedo y de incertidumbre le regalaba una cucharada de sal.
Jamás mi mamá divulgó el nombre de la pedidora de sal, por miedo a una brujería o por ética de ama de casa. Y a mí también me obligaba a guardar silencio.
Desde entonces toda la vida les he tenido pavor a las brujas, las de escoba y nariz aguileña, y las que brujean desde las ventanas.
En cuanto a las ánimas, fui más cercano de ellas en mis épocas de monaguillo. Cerrar la iglesia en las noches (en el pueblo no había luz eléctrica) era un oficio aterrador.
Los quejidos de ultratumba que se escuchaban, los chirridos de las maderas y los soplos de alguien invisible cerca de los oídos nos ponían los pelos de punta.
Pero al final, de tanto escuchar aquellos ruidos siniestros de las ánimas pidiendo responsos, nos acostumbramos a ellas. Con un requiescat in pace y un padrenuestro, nos dejaban en paz.
El día de ánimas, 2 de noviembre, durante todo el día recorríamos el cementerio, de tumba en tumba, de cruz en cruz, al pie del cura, cantando responsos y cobrando los misereres. Las ánimas, agradecidas, dejaban un tiempo de asustarnos.
Cuando llegó la luz, las ánimas se fueron con sus lamentos a otros pueblos más atrasados que el nuestro.
Pero las elecciones que antes eran pacíficas, ahora se volvieron siniestras. Las Mercedes era un pueblo netamente godo, de manera que las elecciones eran pacíficas. Se votaba por quien ordenaran los jefes del partido en la capital.
Pero un desventurado día llegaron grupos armados por fuera de la ley, y en las elecciones había que votar por el candidato que ellos dijeran. El pueblo se volvió un pueblo de otros.
Los muertos los poníamos nosotros, y ellos se llenaban de plata con la coca que cultivaban en nuestros campos.
Hoy, las elecciones en todo el país son miedosas, catastróficas y aterradoras. No tanto por los grupos ilegales, sino por los ríos de dinero que corren por debajo de los escritorios y por la lluvia de avales que se dan sin ton ni son, de manera que ya no se sabe quién es quién.
Por eso es por lo que digo que se nos juntaron tres fechas tenebrosas. Si la política no cambia, prefiero quedarme con las ánimas y las brujas. Sobre todo con algunas brujitas que vuelan por ahí, hermosas, atractivas y placenteras.