Voy a hacer una infidencia. Desde niño me han gustado las colas. La primera que conocí fue una ocañera. Sabrosa. Me volví adicto a ella. Donde la veía, me le iba y la hacía mía. La acariciaba y lentamente, muy lentamente, me la iba sorbiendo, gota a gota, trago a trago. Se llamaba Cola Calle. Venía en una botella de vidrio, verde y gruesa.
Después conocí otra, la Favorita, también ocañera, con la que creo que le jugué infidelis a la Calle. Como buenas ocañeras, ambas eran deliciosas.
Hubo después otras colas en mi vida, pero las inolvidables fueron las primeras. Por eso dicen que el primer amor es eterno. Las que vinieron después no marcaron mi vida para siempre como la Calle y la Favorita. Todavía hoy, al recordarlas, se me vuelve la boca agua o gaseosa.
Con el tiempo, aprendí a comer sancocho de cola. Los sábados. Desde el domingo anterior, yo empezaba a pensar en la cola que me iría a comer el sábado. Y no había sábado sin mi sancocho de cola. Terminaba uno engrudado de cola por todas partes: las manos, la boca, el bigote. Pero no importaba. Sancocho es sancocho y cola es cola.
Cuando llegó la época de los licores secretos, a escondidas de los papás, me aficioné, como mis compañeros, al ron con coca cola. Otra vez la cola, metida en mis asuntos. Un vaso de coca cola, una copita de ron (viejo de Caldas), hielo y una tajadita de limón. Para tomar impulso. Para caerle a la muchacha que nos gustaba y con la que nos iríamos a ver más tarde. Para vencer el miedo. Para quitar el temblor de los labios en el momento de la declaración amorosa. Para poder decir, sin tartajeos, “me gustas”, en vez de decir “me me me gusgustas”.
Aparecieron, luego, el ron Pampero y ron Cacique, de Venezuela, y el Bacardí, de Cuba, pero siempre con ellos estaba la cola y el limón y el hielo. Después vino la propaganda negra contra las colas negras y nos pasamos a otras bebidas que no necesitaban de cola. Pero las colas siguieron imponiéndose en todo el mundo. Aunque fueran negras.
Y se impusieron tanto que, en los reinados de belleza, se hablaba y se mostraba el rostro, el busto y la cola de las candidatas. Había que tener buena cola para llegar al ramillete de finalistas. De las pasarelas de los reinados, el término cola para identificar cierta parte del cuerpo femenino, pasó a la calle, y se vulgarizó el término como se vulgarizaron las miradas. “Tiene una cara bonita, pero le falta cola”, dicen algunos, refiriéndose a la recién conocida, o “la cola saca la cara por ella”, cuando el rostro no la favorece mucho.
Dígase lo que se diga, la verdad es que las colas siempre han tenido un atractivo, una gracia, un no sé qué. Sea con ron o al viento, sea en el sancocho o en la vecindad, esté en la nevera o en el parque, desafiando el calor o el sereno, siempre la cola tendrá un hondo significado en los anhelos de todo hombre (o de algunas mujeres).
Pero… No ha de faltar el pero. Hay otras colas que producen rechazo, que no son atractivas, que ofenden, que atentan contra las buenas costumbres y los buenos deseos. Son las colas que se forman en los bancos o en los supermercados o en las oficinas a donde llegan las remesas de otras partes, ahora en especial, de Venezuela. Son colas que no se mueven como se mueven las otras, las femeninas, colas en las que hay que soportar el calor, la sed, los empujones y los gritos de “Haga cola”.
Veíamos por televisión las colas que había que hacer en Venezuela para comprar una bolsa de harinapan, una bolsa de leche o una libra de café. Después hubo colas para comprar gasolina. Cola para tanquear en uno de los países más productores de petróleo. Y nos escandalizamos y rajamos del gobierno revolucionario.
Ahora nos llegó a los cucuteños el momento de hacer colas en las bombas de gasolina. Dos y tres cuadras con semejantes colas y semejante calor. Como en Venezuela no hay gasolina, los contrabandistas no tienen nada para traer, las pimpinas están vacías y las bombas acabaron la poca que tenían.
Es la tragedia de las colas. Unas dulces y otras amargas. Unas provocativas y otras a las que toca hacerles el feo. Colas placenteras y colas nauseabundas. Colas para acariciar y colas para rechazar. ¡De las colas mal hechas, líbranos Señor!
gusgomar@hotmail.com