“Usted sí es mucho lo indio”, me decía mi mamá cuando yo, de niño, le salía con alguna burrada, dándome a entender que los indios eran brutos y que por eso vivían entre el monte, casi empelotos y comiendo de lo que encontraban en los rastrojos.
Un día, un tal Mantilla, de Las Mercedes, se metió a las selvas del Orú, dizque a cazar indios. En efecto, meses después se apareció en el pueblo, un domingo, a la salida de misa de diez, llevando un indio y una india, morenos, bajitos y flacos, que no hablaban cristiano como nosotros, sino una jeringonza que sólo él les entendía.
Ese domingo, Mantilla y sus indios fueron la sensación del pueblo. El hombre los llevó a la iglesia, los hizo arrodillar y los enseñó a persignarse. Luego, inició un recorrido por las dos calles del pueblo, pidiendo plata para comprarles ropa porque solo llevaban un taparrabos, que medio les tapaban las partes nobles y las innobles. Los muchachos los seguíamos y les hacíamos preguntas solo para escucharlos hablar en su lenguaje extraño. “No me los hagan arrechar, porque son bravos”, decía Mantilla.
Doña Rita de Morales, dueña del mejor almacén del pueblo, y además dama generosa y presidenta de las madres católicas de la parroquia, sacó ropa y les ofreció para que cubrieran su desnudez. Los indios gritaron, patalearon y no se dejaron vestir. Mantilla cogió las prendas, las echó en su mochila de fique, y siguió el recorrido, pero ahora solo pedía para darles de almorzar.
Esa misma tarde regresaron a la selva. Después supimos que se llamaban motilones, indios bravos y guerreros, pero que estos ya estaban domesticados. Que algunos blancos se metían a la selva para cazar indios, que luego vendían a los gringos de la Colombian Petroleum Company, para que les trabajaran en sus campamentos o para llevarlos a Estados Unidos, exhibiéndolos como trofeos, como mucho antes había hecho Colón con indios de otras tribus.
Muchos años después vine a saber por qué les decían motilones y me metí en el cuento de la garra motilona y me contagié del orgullo cucuteño por nuestros aborígenes y le tomé fotos a la estatua del indio musculoso, tan distinto de los flacuchentos que había conocido en mi infancia. Supe que eran aguerridos y que habían defendido su territorio a sangre y flecha, pero que, al final, les había tocado replegarse selva adentro. Entonces aprendí también a admirarlos y a quererlos.
Por eso cuando, hace ya muchas navidades, escuché que era un indio el que nos ponía a bailar de lo lindo, con sus canciones que nos hacían cosquillas en el corazón y en los pies, me aferré, como media Colombia, a sus letras y tonadas.
Con la complicidad de este indio, llamado Pastor López, florecieron muchos noviazgos, muchas bodas se celebraron y muchas lágrimas de despecho se derramaron. Definitivamente, el indio se nos metió al rancho y no sé hasta cuándo.
Nunca supe si de verdad era indio o si le decían así como mi mamá me decía, de niño, por lo indio que era. Cuando me di cuenta, salieron con el cuento de que era otro venezolano que se había vuelto cucuteño.
A Pastor López no lo lloraron el día que murió, sino que lo bailaron, lo cantaron y se lo jartaron. Las emisoras, los noticieros y los amigos se encargaron esos días de meternos el indio por las orejas. Pero no era necesario. Ya él, con sus discos, se había metido en el alma. ¡Mucho indio!
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