Desde el comienzo, el mundo está dividido en tres clases de gente: Los que pecan. Los que no pecan porque la viven rezando. Y los que empatan, es decir, los que pecan y rezan simultáneamente.
De los que pecan prefiero no hablar porque no me gusta hablar del prójimo. No faltará, además, el que me aconseje que es mejor no tirar la primera piedra o el que diga que entre bomberos no nos pisamos la manguera.
Con los que viven rezando tampoco me meto, porque ellos tienen contacto directo con los santos, y a los santos es mejor tenerlos del lado nuestro.
De modo que toca rajar de los que pecan y rezan o viceversa. Son los que dicen que hay pecados sabrosos, pero lo mejor es que Dios siempre perdona. Es maravilloso saber que Dios se conduele de nuestra condición de barro (la vivimos embarrando) y nos brinda la oportunidad de arrepentirnos.
Y esa oportunidad nos llega sobre todo en la Semana Santa. Por eso es mejor en esta temporada quedarnos en casita, hacer algún ayuno, ir a alguna ceremonia religiosa, pedir perdón y hacerle abonos a la cuenta espiritual. Los que se van a la playa y a la discoteca y al relajo, tendrán que vérselas más tarde con el Justo Juez y el asunto se le puede complicar por allá en los profundos cuando le llegue la pelona.
Pienso que antes había más religiosidad para la celebración de la Semana Mayor. Desde que empezaba la Cuaresma, por ejemplo, nos obligaban a no comer carne los viernes. El sacrificio valía la pena con bocachico, rampuches y panches. Y algún bagre.
Los viernes también se rezaba el viacrucis, un recorrido imaginario por la vía que siguió Jesús con la cruz a cuestas hacia el Calvario.
La semana anterior a la Santa cubrían todas las imágenes de las iglesias con unos paños morados. Era la Semana de Pasión. En las naves de las iglesias comenzaban a aparecer los Santos, que harían parte de la celebración: Jesús Nazareno, Jesús atado a una columna, Jesús ante Pilato, Jesús caído, la Dolorosa, María Magdalena, la Verónica y su velo con la faz de Jesús, san Juan, san Pedro y otros que el párroco determinara.
Los niños de la escuela sembraban semillas de arroz quince días antes de la Semana, para que el Jueves Santo aquellas maticas verdes, lozanas y frescas adornaran el Monumento.
El domingo de Ramos comenzaba en forma la sagrada conmemoración. En los templos se respiraba ya un ambiente de tristeza, y en la calle se hacía la procesión con ramos, hosannas y, en ocasiones, con un Jesús en vivo, en burrita asustada pero mansa, seguido de los doce apóstoles.
El Jueves Santo había que visitar el Monumento, después de la Última Cena en que Jesús (el cura) les lava los pies a doce niños o doce viejitos. ¡Judas entre ellos!
El Viernes y Sábado eran días de duelo. Las campanas callaban. Los radios no ponían música guapachosa. Se ayunaba en las casas. Se estrenaba vestido. La procesión del Santo Sepulcro era multitudinaria.
A la medianoche del sábado se cantaba Gloria, tocaban las campanas, los radios volvían a sonar y se quemaba pólvora: Jesús había resucitado.
La Semana Santa había terminado, pero teníamos un bagaje de indulgencias y perdón divino a nuestro favor. El libro de cuentas indicaba un balance sin rojos. Y no faltaba el que pensara que podía volver a pecar pues ya estaba perdonado.