En esta última entrega voy a tocar lo relacionado con los funcionarios gubernamentales de todos los niveles que día a día protagonizan escándalos por malos manejos de los dineros públicos.
Es francamente triste que la ciudadanía dé por hecho que los empleados llegan a sus puestos a robar, como si esa fuera la oportunidad que se ofrece a quienes quieren vincularse al gobierno. Pero lo doloroso es que esas conductas se dan en sectores tan sensibles como la salud, la educación y la alimentación de los niños.
Si bien en todas las épocas han existido funcionarios deshonestos, nunca se había llegado a la degradación que hoy vemos en la administración pública. Y con un agravante: Hasta hace algunos años el gobierno colombiano era francamente pobre y los presupuestos no alcanzaban para atender las necesidades más urgentes de la población ni las obras necesarias para impulsar el desarrollo del país.
Hoy, por el contrario, las entidades públicas cuentan con enormes recursos para educación, salud, medio ambiente, construcción de aeropuertos y vías de comunicación, pago de pensiones, asesorías especializadas, publicidad, remuneración de funcionarios etc. Pero ello, en lugar de mejorar la atención del Estado a los colombianos, siguen estando insatisfechas muchas de esas necesidades debido a la corrupción oficial.
Sería interminable mencionar los miles de ejemplos que todos los días llenan las páginas de los periódicos y copan los noticieros radiales y televisivos. Pero hay una práctica que no puedo dejar de mencionar y que muestra de cuerpo entero el cáncer de la corrupción: Es la venta de los empleos públicos.
Se ha vuelto de uso corriente que los funcionarios elegidos popularmente o a través de otros organismos pongan en subasta los empleos más importantes de su jurisdicción, de tal manera que quienes “compran” esas plazas, a su vez, “venden” los empleos que dependen de él. Y eso lo conoce el común de los ciudadanos porque muchos han tenido que pagar el precio que le es exigido para poder vincularse al gobierno.
Y lo aterrador es que esto aplica a gobernaciones, alcaldías, universidades, hospitales y más entidades, de donde se saca el dinero para cubrir los gastos electorales y enriquecer a los titulares con las peores prácticas de la contratación contaminada.
Se debiera reflexionar con seriedad sobre este estado de cosas porque, ahora que las Farc ya no son el enemigo de la nación sino una opción política, no le va a quedar fácil a la clase política tradicional ganar nuevas elecciones con las prácticas clientelistas de siempre y los vicios a que ha estado acostumbrada.
Quisiéramos ver en el panorama electoral a candidatos preparados pero, sobre todo, intachables, que ofrezcan programas de gobierno serios y creíbles. Desearíamos oír propuestas con contenido social encaminados a desarrollar el país con equidad. No más discursos promeseros, no más ofertas vanas de lucha contra la corrupción.
De no ser así podemos llegar a tener enormes sorpresas que pueden comprometer el futuro de Colombia y llevarnos por los insospechados caminos que están recorriendo otros países.