Señalé en la anterior columna que las principales causas de la corrupción en Colombia son el mal ejemplo de los dirigentes; la venalidad de los encargados de impartir justicia y la influencia del narcotráfico.
En esta nota me ocupo de los dirigentes oficiales y, primordialmente, de los congresistas porque ellos tienen una gran responsabilidad como representantes del pueblo en la adopción de las leyes que rigen al Estado y en el control político a las otras ramas del poder púbico. Y, como el ejercicio de la política es el vehículo para recibir el mandato popular, esta actividad también se debe analizar.
En Colombia ha ocurrido un cambio sustancial en el ejercicio de la investidura congresista porque se pasó de ser un servicio público a convertirse en un privilegiado estatus que ha convertido a sus titulares en miembros de una alta clase social y económica.
Hasta la reforma constitucional de 1968, los congresistas sólo recibían remuneración por el tiempo en que duraban las sesiones. Los Senadores tenían un período de cuatro años, y los Representantes a la Cámara de dos. Además, todos ellos eran elegidos por circunscripciones departamentales, de tal manera que la competencia entre los candidatos al Congreso estaba reducida ese ámbito.
No existía todo ese lujoso aparato de asesores, vehículos, escoltas, despachos y ujieres que han convertido al Congreso en un versallesco y costoso palacio.
¿Por qué se ha llegado a ese estado de cosas? Primero, porque el Congreso legisla en causa propia y esos gajes provienen de las leyes que ellos dictan. Segundo, porque los gobiernos tratan de alagar de diversas maneras a los congresistas para lograr el apoyo a sus iniciativas. Tercero, porque la elección de sus miembros, excepto pocos casos, es una competencia individual y poco importa el ideario político y ni siquiera la pertenencia a un partido. Son la publicidad, las ofertas personales y hasta la compra de votos lo que decide el triunfo. En otras palabras, es el dinero lo que cuenta para lograr la elección.
¿Cómo se podrían corregir esos vicios? Primero, imponiendo el concepto del servicio público del congresista que implica ejercer su mandato en bien de la sociedad, con modestia y sacrificio, y no sólo al servicio de los electores como individuos “comprables”. Igualmente, volviendo al sistema partidista en el sentido de que los congresistas hacen parte de una colectividad que presenta sus candidatos para impulsar un ideario. Es decir, obligar a listas cerradas y suprimir el perverso sistema de repartir o vender avales por partidos fantasmagóricos. Volver a la circunscripción departamental del senado, sólo dejando para minorías étnicas y religiosas algunas curules nacionales.
Con el sistema de partidos, el Gobierno no tendría que “negociar” individualmente a los miembros del Congreso repartiendo favores
Y como las elecciones se han convertido en un festín de del dinero a todo nivel, se debería suprimir la elección de gobernadores para regresar al sistema centralizado en el que el Presidente de la República nombra a sus agentes en cada departamento. Así se suprimiría una fuente más de corrupción, y el gobierno central tendría un control mejor de las inversiones regionales.
En otras columnas seguiremos analizando estos temas.