Desde niño aprendí que Ibagué era la ciudad musical de Colombia. Tríos, conjuntos, duetos, corales, solistas, tiples, bandolas y guitarras hablaban de la capital del Tolima, como la ciudad donde más y mejor se cultivaba la música colombiana.
Y así era. Pero se les acabó su cuarto de hora a los ibaguereños. Los tiempos cambian. Las costumbres cambian y las gentes cambian. Ahora, la ciudad musical de Colombia es San José de Cúcuta, fundada por doña Juana Rangel de Cuéllar, que no cantaba ni en el baño. Además, como no le dieron el título de fundadora, sino el de regaladora de tierras, seguramente se le amargó la existencia y no le cogió el gusto ni al bambuco, ni al vallenato.
Pero no hace falta doña Juana para proclamar el nuevo título dado a Cúcuta. Nuestra ciudad primero fue Noble, Leal y Valerosa, por mandato del rey de España. Alguien le llegó con el cuento de que los guasimaleños o cucuteños teníamos esas tres virtudes: la nobleza, la lealtad y la valentía. La verdad, yo no sé qué se hicieron esos cucuteños, pues los de ahora, de nobleza, pocón, pocón. Leales, mucho menos. Y valientes, no lo creo: Todo el mundo hace con nosotros lo que quiere, y ahí seguimos, volando bajo, al estilo de José Alfredo. Ya lo dijo Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
Después nos llamaron Perla del Norte, Vitrina más vendedora de América Latina, Donde nació Colombia, Ciudad de los árboles, Cúcuta mediterránea, en fin, hasta que llegamos, hoy, a ser Ciudad musical de Colombia.
Pero vamos al grano. El viernes pasado, al medio día, me dio la ventolera de ir a misa. Creo que Dios se comunicó conmigo porque sentí una voz de adulto mayor, de patriarca, que me decía: “Vaya a la iglesia y ore. Acuérdese que hay que empatar”. Revisé mi listado y aunque no encontré pecados a la vista, decidí hacerle caso a la voz divina, por si acaso se me había quedado alguno sin anotar.
Me fui, pues, a la catedral, y en el camino, a la entrada de un almacén, noté el cambio. Ya no estaba el payaso de siempre con un megáfono gangoso anunciando promociones y rebajas. En cambio había dos jóvenes, muchacho y muchacha, con sendos saxofones, tocando música de la Billos. Enamorado, como soy, de la música de saxofón y de la Billos, me quedé allí, disfrutando de buena música y mejores recuerdos.
En el receso me acordé de la misa y seguí la marcha. Pero en el semáforo de la esquina me detuvo un conjunto llanero. Un cuatro y unas maracas acompañaban a un venezolano que cantaba Caballo Viejo, la hermosa canción de Simón Díaz, canción con la que muchos nos identificamos, con potranca o sin potranca.
Todavía me faltaba otro semáforo para llegar a la iglesia. Allí la vaina estaba mejor porque había arpa, cuatro y capachos. Capachos son las mismas maracas, pero en lenguaje llanero. Las maracas son andinas. El arpa tiene el encanto de las mujeres llaneras, así que me demoré otro rato.
Cuando llegué a la iglesia, la misa ya había terminado, pero como la música es otra manera de orar, sé que Dios me dio el empate.
Salí de la iglesia y me fui al parque del frente. Allí, una coral de niños barquisimetanos cantaba: “Yo no soy de por aquí, yo soy de Barquisimeto/ Nadie se meta conmigo, que yo con nadie me meto”.
Me fui a almorzar a un restaurante cercano y allí, a la entrada, un anciano, sin cuatro y sin maracas, a capela, cantaba con muy buena voz el “Gloria al bravo pueblo”.
Sin entender mucho lo de “bravo”, le fui a dar alguna moneda, pero el monedero lo había dejado en la casa.
¿Se dan cuenta por qué yo digo que Cúcuta es ahora la capital musical de Colombia? Capital musical de Colombia, sí, pero de música venezolana. ¿Será por la invasión? ¿O será que tienen razón los del interior cuando dicen que Cúcuta es más de Venezuela que de Colombia? ¿O será que de la república bolivariana vienen a cantarnos, en gratitud porque les pusimos presidente?
gusgomar@hotmail.com
