Fue en el Seminario de Ocaña donde escuché por primera vez aquello de que en un lugar de la Mancha existió un loquito, al que se le había corrido la teja de tanto leer libros de caballería.
Cursé mis primeros años de bachillerato en aquel seminario, llamado románticamente El Dulce Nombre; allí era costumbre que, a la hora del almuerzo, un estudiante, generalmente de los grados superiores, leía en voz alta algún libro de literatura universal.
De modo que mientras curas y seminaristas le jalaban a las viandas, alguien, desde una tarima, leía el texto asignado. Había que preparar muy bien la lectura pues todos estaban pendientes para criticar las metidas de pata de quien leía. El padre rector, con un timbre de mesa, señalaba los errores y las correcciones.
Una de aquellas buenas lecturas fue don Quijote de la Mancha, cuyas enseñanzas los frailes eudistas trataban de meternos en la mollera, no siempre con muy buenos resultados.
Un 23 de abril, lo recuerdo como si fuera esta mañana, para conmemorar un año más de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, los curas organizaron en el centro literario la presentación teatral de don Quijote, y a mí me asignaron el papel de Sancho Panza.
Desde entonces Sancho y yo nos hicimos amigos. Por una parte teníamos afinidad de campesinos. Tanto el escudero como yo venimos de familias del campo, y eso hizo que los dos nos acomodáramos a nuestros personajes.
Por otra parte, Sancho era amigo, muy amigo, de los refranes, gusto que yo aprendí de mi abuelo Cleto Ardila. Sancho, además, tenía su burro, y en mi casa nunca faltaron las bestias, y entre ellas, algún jumento.
De modo que arranqué con mi papel de Sancho y le tomé tal gusto al personaje, que aún hoy, sigo prefiriendo los refranes del escudero a las normas filosóficas de don Quijote.
El que a buen árbol se arrima buena sombra lo cobija, la codicia rompe el saco, quien canta los males espanta, más vale pájaro en mano, el que mucho abarca poco aprieta, tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe, son algunos de los muchos refranes que Sancho le vivía repitiendo a don Quijote.
El ingenioso Hidalgo tuvo la estupenda idea de ir por los caminos defendiendo a los débiles. Lo único malo es que en medio de su locura confundía molinos de viento con gigantes y procesiones con ejércitos enemigos y posadas con castillos. Se enamoró de la más hermosa de todas las mujeres, la incomparable Dulcinea de Toboso, que sólo existía en su imaginación, y a la cual le dedicaba todos sus triunfos militares.
De modo que Sancho, su fiel escudero, era quien se encargaba de traerlo la realidad, haciéndole que pusiera los pies sobre la tierra.
Por eso me gusta más el gordiflón Sancho. Casi todos los refranes que hoy utilizamos son invenciones de Sancho en El Quijote, el mejor libro, según dicen, que se ha escrito en lengua española.
Hoy y mañana y pasado mañana los escritores están de fiesta. Se reúnen y hacen brindis y a algunos les cuelgan medallas y les hacen reconocimientos. Bien por ellos.
Y bien por los Quijotes y Sanchos que hay en el mundo. Por todas partes hay locos como nuestro famoso Hidalgo y menos locos aunque torpes como su escudero.
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