Me llamó desde Cartagena un amigo para felicitarme el pasado 3 de agosto.
-Felicitaciones en tu día –me dijo muy seriamente.
-¿Y esa joda?- le contesté. Mi cumpleaños es en noviembre, ni Santos, ni Édgar, ni Donamaris me han llamado para ofrecerme algún cargo, ni me he ganado el baloto. De manera que no había motivo a la vista para que mi buen amigo boyacense-nortesantandereano-costeño me felicitara.
-Hoy es el día de tu santo –me dijo con tuteo costeño y un acento caribe que ya se le empieza a notar.
Corrí al almanaque Brístol, que es mi libro de cabecera, pero allí no aparece mi nombre elevado a los altares.
Fui, entonces, al almanaque de La Cabaña, y tampoco. Pero yo creo en la gente y en la seriedad de mi amigo, de modo que seguí buscando.
Y seguí buscando porque una de las cosas que me ha preocupado en la vida es la falta de un santo patrono, pues jamás había oído decir de san Gustavo.
En mis épocas de estudiante en el seminario, yo firmaba mis trabajos de latín como Augustinus, que era lo más cercano posible a Gustavo.
Y esa falta de patrono es un problema, pues para pedir auxilio divino uno tiene que acudir a la intermediación de santos prestados, es decir, con otro nombre, que lógicamente primero atienden las súplicas de sus tocayos.
Sin tener a quién rezarle con la familiaridad que da el tocayaje, la vida se complica. Yo no sé, por ejemplo, cómo harán los Eustorgios y los Renson y los Ivanes y los Dióscoros, sin un santo patrono.
En esa búsqueda llegué a la librería de Las Paulinas, y por allá en un remoto santoral, que nadie consulta, encontré la anhelada joya: San Gustavo, monje francés, del año 560. Di un grito de júbilo y mi Eureka fue tan aspaventoso, que las hermanas acudieron solícitas a indagar la causa de mi júbilo.
Les dije que había encontrado mi santo, ante lo cual sonrieron displicentes y me pidieron muy cordialmente que me abstuviera de tales expresiones de contento dentro de la librería.
Yo sé que no soy el único Gustavo que se alegra de haber encontrado a su santo.
Estoy seguro que, de haberlo sabido, Gustavo Adolfo Bécquer hubiera compuesto un montón de rimas a su, nuestro nombre, nuestro santo. Seguro que Gustavo I, de Suecia, también se hubiera alegrado. Y Gustavo Flaubert, el escritor famoso, y tantos otros Gustavos que caminamos peregrinos por este valle de lágrimas.
El entusiasmo me llevó a buscar el origen del nombre y descubrí que Gustavo, además de venir de Gusto, Gustar y Gustico, es un nombre germánico, proveniente de las palabras Gund Staff, que significan cetro real. Ya sospechaba yo mi parentesco con tronos y reinas y princesas.
Llegué, pues, exultante, cantando los gozosos, a mi casa. Abracé a mi mujer, como no lo hacía desde el día del matrimonio, y le dije:
-Alégrate conmigo, mujer, porque estás casada con alguien cuyo nombre está vinculado con la realeza.
Me miró en silencio, como apesadumbrada. Al instante escuché cuando le decía por teléfono a nuestro hijo ya profesional: “Apure, bebé, venga pronto, que a su papá se le está corriendo la teja”. Ante tanta incomprensión sólo acerté a murmurar: San Gustavo, ora pro nobis.