El decreto del alcalde es enfático: “A partir del jueves 18 de julio (es decir, hoy) y por término indefinido, se prohíbe la tristeza en esta ciudad. Ningún cucuteño podrá, de hoy en adelante, dar muestras de amargura, desilusión o de despecho”.
Así lo dice el decreto del César. Y para que no quepa la menor duda de que la cosa es en serio, el señor Alcalde ordenó rumbear desde hoy hasta el domingo. Sin excepciones. Ni los curas. Ni las monjitas. Ni generales ni generalas. Ni vagos, ni funcionarios. Cucuteños y venezolanos. Solteros y casados. Separados y repitentes. Nadie puede desobedecer la orden de disfrutar al máximo estos cuatro días, que se convierten en cinco y hasta en seis.
¿Y por qué el alcalde actúa de esta manera, que para algunos puede parecer meterse en camisa de once varas? Que nos deje tranquilos el alcalde –dicen algunos-, pues nosotros veremos cuándo y dónde y con quién nos entregamos a la vagabundina, sin que venga un gobernante a imponernos la pernicia.
Y yo respondo: Muy sencillo. César Rojas Ayala es de Salazar de las Palmas, un pueblo fiestero, alegre, rumbero, donde todos sus habitantes son amigos de pasarla sabroso. Pues bien. César heredó esa sangre de sus mayores, y quiere que los cucuteños dejemos de ser amargados, que le pongamos color a la vida, que disfrutemos de todo lo que podamos disfrutar, sin hacerle daño a nadie sino sólo pensando en el bienestar propio y de los demás.
Los que somos de pueblo estamos contagiados de esa fiebre, y nos alegra que en la ciudad haya la oportunidad de jalarle a la rumba y al festejo, con cabalgatas (en Las Mercedes las hacíamos en burro); desfiles (en Las Mercedes desfilan las reinas de la yuca, del plátano y últimamente, la de la coca, que siempre gana) ; competencias (el trompo y el runcho, en Las Mercedes); eventos culturales (veladas, las llamábamos nosotros); carrozas (un camioncito, un jeep Willys y un bus viejo de Peralonso eran nuestras carrozas); conjuntos musicales (Luz de mi vida, Los Príncipes de Las Mercedes y Élfido, Mocho y yo, se llamaban los conjuntos que animaban las fiestas mercedeñas); zancos, teatro, ferias, exposiciones, música, bailoteo. etc etc. El que quiera más, que vaya a que le piquen caña.
Por todas esas similitudes, es que a la gente cucuteña, oriunda en buena parte de los pueblos, le gusta esto de la fiesta y la guachafita. Los sicólogos aconsejan, además, echar una canita al aire, de cuando en cuando. Se ve que Rojas Ayala aplica la sicología a su mandato.
Pero hay algo más. El Alcalde se comprometió el día de su posesión a mejorar el estilo de vida de los cucuteños. Y en eso anda empeñado. Está tapando los huecos para que no caigamos en ellos ni en la tentación de rajar de él. Está arreglando parques y monumentos para que nuestra Cúcuta se vea más bonita. Hace puentes, colegios, canchas y escenarios culturales para que niños y adultos nos eduquemos como debe ser. Sólo le faltaba el toque de la fiesta, y llegaron las Fiestas julianas.
De modo que llegó la hora de la rumba. Sin pretextos. Si la mujer es regañona, llévesela de noche al Malecón, pero no la vaya a tirar al río, sino llévela para que la pobre también le jale al jaleo. Encerrada todo el día en las cuatro paredes, no es justo. El Alcalde también pensó en ellas. Estoy seguro.
Algunos comenzaron el jolgorio desde ayer miércoles, y eso está bien. Y en el colmo de la excelencia, nos agarraron las fiestas con un día patriótico, el 20 de julio. No importa.
Paramos un ratico, izamos la Bandera, cantamos el Himno, recordamos a los héroes, y seguimos obedeciéndole al Alcalde.
Gracias, César, por darnos la oportunidad de toparnos con la alegría en este valle de lágrimas. Y si me lo llego a encontrar en el Malecón, no se me haga el zoco y mire pa’otro lado. Ahí me le pego. Usted sabe que yo uso gorra, y es más buena la gorra que el sombrero.
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