Los movimientos colombianos de izquierda y de derecha se regodean con la idea de que el progresismo está a punto de desaparecer para darle paso a vertientes y tendencias caudillistas, demagogia y formas de autoritarismo de izquierda y de derecha. Ellos y los que pretenden crear un estado confesional ven el campo abonado para hacer retroceder el avance de las tendencias liberales en la economía y en la sociedad.
Durante un periodo de tiempo relativamente corto que comenzó al final de los años 60 y se extendió hasta la década de los 90, Colombia vivió la ilusión de haber ingresado al mundo. Avanzó en educación e inclusión. Se sintió libre de atavismos y abierta a ideas cosmopolitas.
En la segunda mitad de los años 90 los gobiernos trataron de distanciarse de lo que ellos interpretaban como la influencia del neoliberalismo, pero continuaron con el desarrollo de sistemas de previsión y protección social cuyos frutos no se notaron por haber pasado la economía por una de las peores recesiones.
Al final del siglo, el país se entregó a la paz. Ese intenso y breve episodio fracasó en el Caguán, con lo que se desató una época de violencia y de barbarie sin precedentes. El destape de la extrema derecha provocó reacciones en la izquierda de equiparable intensidad.
En ese proceso, que señaló el fin de la época progresista, esa tendencia política perdió terreno en la competencia por atraer los corazones y las mentes de la gente. Los partidos dejaron de interesarse por las ideas y las políticas progresistas.
La descentralización les dio un golpe mortal porque hizo posible el fortalecimiento del poder local, que se ejerce sin restricciones. Se desató un clientelismo salvaje y a un auge sin precedentes de la corrupción y del abuso de poder.
El progresismo pasó a ser un fenómeno eminentemente urbano y privado, una multitud solitaria anhelando cohesión. Les dio su apoyo a personajes como Valdivieso, Mockus, Fajardo, por ejemplo, pero ninguno de ellos individualmente pudo derrotar al clientelismo o al populismo. Tampoco pudieron refrenar suficientemente sus egos para formar una unión.
Mientras ellos fracasaban, dos posibles alternativas que surgían en el campo del liberalismo, Santos y Vargas Lleras, abandonaron ese partido para crear los feudos políticos que los llevaron al poder.
De ellos el que resultó firmemente comprometido con su origen liberal ha sido el actual presidente, que ha procedido radicalmente a darle una oportunidad real a la paz. Pero esa adhesión palpable e indiscutible con el progreso y la armonía social no ha logrado convencer a esa masa flotante de opinión progresista, que se opuso a su elección y tuvo la ilusión de elegir presidente autónomamente.
Ellos reconocen que sin Santos no se hubiera llegado a donde estamos, muchos votaron por él en 2014, pero se niegan a admitir su liderazgo. Están ahí esperando que se desate otra ola verde, esta vez con la idea de controlar la corrupción para que el país sea viable y pueda materializarse la paz.
El sistema político existente requiere un cambio extremo para liberar a Colombia del clientelismo y la corrupción. El progresismo está esperando que lo convoquen para dar ese salto con los que se atrevan a emprenderlo.