No hay certeza acerca de si el Gobierno piensa proponer una reforma constitucional con el objeto de establecer la elección popular de jueces y magistrados. Al parecer, los medios y las redes lo dedujeron de un comentario que, durante la posesión de la consejera de Estado, doctora Elizabeth Becerra, hizo el presidente Gustavo Petro sobre el caso de México.
Como se sabe, en ese país se acaba de aprobar -lo cual ha generado enorme debate público- la elección, por voto popular, de los cargos de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), los consejeros del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), los magistrados del Tribunal Electoral Federal, magistrados y jueces de distrito.
Durante su discurso, el presidente manifestó que no sabía si esa idea sería o no la mejor ante recientes decisiones judiciales, y, hasta el momento de escribir estas líneas, no se conoce una propuesta oficial sobre el tema.
Sea como fuere, vale la pena aludir al tema, dado que, si el Ejecutivo estuviera pensando en semejante reforma, debe ser advertido acerca de su gravedad y alta inconveniencia para la vigencia del Estado de Derecho. Pensamos que sería un salto al vacío y que, desde el punto de vista jurídico, se trataría de una sustitución de la Constitución, para la cual no está facultado el Congreso como poder de reforma, aunque se diga que se trata de otorgar al pueblo mayor injerencia en los asuntos públicos.
La elección de magistrados y jueces mediante votación popular -digámoslo de una vez- no sería nada diferente de una inaceptable politización de los tribunales y despachos judiciales y la ruptura de una invaluable tradición colombiana de independencia y respetabilidad de quienes, a lo largo de nuestra historia democrática -con contadas excepciones-, han impartido justicia con decoro y honestidad.
La justicia debe ser independiente, autónoma, imparcial, libre de inclinaciones políticas o partidistas. Los jueces y magistrados no pueden estar comprometidos con nadie para el ejercicio de su sagrada función de “dar a cada cual lo que le corresponde”, como lo expresara Ulpiano desde la antigüedad. Por su misma esencia, el juez competente -en todos los niveles jerárquicos y en todas las instancias- aplica la Constitución y las leyes en los casos sometidos a su decisión, sobre la base de su propio conocimiento y preparación, trayendo la normatividad al caso en controversia, mediante la interpretación objetiva y razonable de sus contenidos y mandatos, previo estudio -reposado, completo, técnico e imparcial- de los antecedentes, alegatos y pruebas obrantes en el expediente, según las reglas del debido proceso.
Los jueces y magistrados deben llegar a sus cargos por méritos y experiencia, por su formación académica y su preparación, no por sus ideas políticas, ni por su amistad con dirigentes o líderes, ni por su pertenencia a determinado partido o movimiento político, ni a partir de promesas o campañas electorales.
Si no hemos estado de acuerdo con la función de presentar ternas para la elección de funcionarios -porque siempre hemos considerado que politiza la administración de justicia-, menos todavía compartimos que quienes aspiren a integrar la rama judicial del poder público deban someterse a escrutinio político y a votación popular, perdiendo toda independencia e imparcialidad, características esenciales de su altísima misión.
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