A quienes nos gusta el guarapo, siempre nos han estigmatizado. Nos señalan con un dedo acusador y dicen: “Ese es un guarapero”. Nos miran feo. Se van por el otro andén para no toparse con nosotros. A los hijos les dicen: “No miren a ese hombre. Es un cualquiera. Es un guarapero”.
En cambio a los que jartan whisky les abren todas las puertas, abrazos van y abrazos vienen, son bienvenidos a los clubes sociales y todos los miran bien. “Ese es un señor, un caballero, un doctor”.
No tengo nada contra el whisky, ni contra el aguardiente, ni el ron, ni la cerveza. Que cada quien tome lo que le venga en gana. Lo único que digo es que el guarapo es el licor de los pobres, de los pueblos, de los de abajo. Y por lo tanto no hay que victimizar a los que lo toman.
El guarapo es barato, es nuestro, es criollo, es de panela y sirve para reponer fuerzas perdidas. Nada como una totumada de guarapo al final de la jornada.
En Las Mercedes, en Cúcuta, en Arboledas, en Ocaña, en todas partes la gente jarta guarapo. Algunas veces las autoridades lo persiguen. Otras veces lo protegen, dictando medidas de higiene para que sea más sano.
Conozco casos en que las guaraperías han tenido que pasar a la clandestinidad, es decir, lo venden a escondidas, para evitar la persecución de los que mandan. Pero, ¡gracias a Dios!, el guarapo nunca se acaba. Es inherente a la condición humana.
En las guaraperías de caché (porque también el guarapo tiene su caché) existen varias clases de guarapo: El señoritero, suavecito, dulce y simple, para calmar la sed. El medio fuerte para el que quiere degustarlo en medio de una tertulia, una charla sabrosa. Y el fuerte, duro, recio, emborrachador, para el que quiere, por ejemplo, ahogar una pena de amor y el bolsillo está con poco efectivo disponible.
Alrededor del guarapo se hacen negocios, se cuentan anécdotas y chismes, se componen versos y poemas. Alguna vez fui a Arboledas al lanzamiento de un libro de un poeta arboledano, y el agasajo fue con guarapo. ¡Sabroso! Me consta que en algunos reinados veredales a las candidatas les dan unos sorbos de guarapo antes de la entrevista con el jurado. Cada vez que voy a mi pueblo, los mercedeños me reciben a punta de guarapo.
Hago todas estas consideraciones porque jamás pensé que el guarapo fuera a ser tema de una tesis de grado. Así como lo oyen. Perdón, así como lo leen. Mis lectores saben que yo para las mentiras, pocón pocón.
Diego Barajas es un estudiante de arte, de la universidad de Pamplona. Diego es escritor, pintor, muralista, escultor. O sea, lo que se dice, un artista completo, de Chinácota. Y lo novedoso del asunto es que escogió como tema para su trabajo de grado, El Guarapo. Ni más, ni menos.
Se fue por los pueblos de la provincia de Ricaurte (Durania, Bochalema, Labateca, Toledo, Herrán, Ragonvalia y Chinácota), detectó las guaraperías y se dio a intercambiar opiniones con los clientes de tales establecimientos. Organizó tertulias en cada pueblo, se hicieron coplas, acudieron músicos y el guarapo se volvió personaje importante. Llegaron el cura y el alcalde y la gente importante de cada poblado. Brindaron en jícaras y se le echaron flores a la sin igual bebida. Ya nadie estigmatizó al guarapo, se le dejó de llamar guaro o guandolo o Plinio, para decirle don Guarapo, con mayúscula.
Pero, además, mientras la tertulia se desenvolvía, el artista Barajas pintaba un mural en alguna pared vecina, para inmortalizar al guarapo, la moya, la panela, el camino y las guaraperías.
Y por si fuera poco, el viernes pasado reunió en Chinácota delegaciones de los siete municipios y autoridades de la Universidad, para mostrar videos, fotografías y evidencias de lo que fue la Ruta del Guarapo, como el mismo Barajas la denominó.
Yo estaba invitado, pero no pude asistir. Desde aquí lo acompañé con una totumada de guarapo, del casero, del que preparó mi mujer para celebrar el Día del padre.