Cuando el Polo se creó en 2006, hacía mucho que habían fracasado quienes han manejado a Colombia.
Fracasado no en el sentido de que a ellos no les haya ido muy bien, pues se han pagado sus actuaciones con extrema largueza, sino en el de conducir el país por la senda del progreso económico, social y político, en términos del capitalismo, tal como lo han ofrecido hacer.
Que se han cobrado en exceso por su jefatura lo prueba que Colombia sea uno de los países con mayor desigualdad social en el mundo.
Y que no han cumplido ni siquiera con el deber de dirigir su desarrollo –como economía capitalista– lo demuestra un producto por habitante de míseros siete mil dólares anuales, en tanto norteamericanos y europeos rondan por los cincuenta mil. Con un agravante: mientras que la riqueza de ellos sale de actividades con alto valor agregado, aquí se origina en el rebusque y en las materias primas agrícolas y mineras.
Mucho puede aducirse contra los mandamases de Estados Unidos y Europa en relación con sus propios pueblos, y ni se diga sobre los extranjeros a los que han sometido.
Pero ellos podrán alegar: “Miren el desarrollo económico de nuestros países”. ¿Pueden argüir igual cosa quienes han mandado en Colombia? ¿Cómo les va, como estadistas, en un debate ilustrado? Por fuera de su club de elogios mutuos, ¿se ganarían siquiera una lisonja?
Y se conocen las causas y los causantes de esta tragedia, con sus incontables sufrimientos ciudadanos: desempleo, pobreza, miseria, enfermedad y muerte, corrupción y violencia, ignorancia, falta de salud y educación, atraso científico y tecnológico, lacras todas en proporciones mayores a las de países que no se han gobernado tan mal como Colombia.
En cuanto a las políticas causantes, desde la primera misión del norteamericano Kemmerer, en 1923, el tratado de libre comercio con Estados Unidos de López Pumarejo y la constitución del FMI y el Banco Mundial, en Colombia no se hace nada de importancia que primero no haya sido decidido en Washington.
Y ello ha ocurrido en todos los gobiernos liberales y conservadores y en los de los partidos salidos de su seno, divisiones recientes que no se dieron por controversias de fondo sino por pleitos por el botín burocrático y con las que además mejoran su capacidad de engaño.
Fue contra todo esto –y contra el acuerdo nacional clientelista diseñado para ganar las elecciones mediante el constreñimiento a los electores, el fraude y la corrupción, y así poder mantener a Colombia en el atraso y la pobreza– que se creó el Polo Democrático Alternativo, partido al que, por razones obvias, han intentado destruir desde su fundación.
La sistemática campaña en su contra, abierta o solapada, no se explica por los errores cometidos en su nombre, sino por sus aciertos, empezando por el principal, por no haberse concebido como otra formación de la partidocracia que asola a Colombia.
Pero la modalidad del ataque de Santos contra el Polo –y contra todas las fuerzas alternativas, políticas y gremiales– puede ser la más peligrosa. Porque su objetivo no es destruirlo sino cooptarlo, convertirlo en oposición de mentirillas, mediante el truco de engañar a la gente sobre la naturaleza de su gobierno. Es descarada la utilización del proceso de paz –proceso que los polistas respaldamos– para presentar a Santos como alguien diferente a lo que es, el jefe del establecimiento regresivo, engañifa que se le facilita por sus controversias con Álvaro Uribe, aunque sea evidente que representan los mismos intereses fundamentales.
A lo que se asiste es al intento de reencauchar el bipartidismo colombiano, etapa en la que la cúpula liberal se disfrazó de partidaria de las posiciones de avanzada, las mismas que desde el Siglo XX nunca ha defendido, como lo muestra que no exista norma determinante contra el país que no haya aprobado en acuerdo con la jefatura conservadora. Para lo que sí ha servido esa falsa posición democrática es para confundir a los colombianos y amparar a quienes saben lo que pasa pero lo ocultan con astucias.
Si el Polo se sostiene ni-ni, es decir, por fuera de la herencia liberal-conservadora y ni santista ni uribista, podrá construir la más amplia convergencia nacional, de sectores populares, capas medias y empresarios, para dirigir los cambios que necesita Colombia. Como dijo Carlos Gaviria: “Sin sectarismos y sin ambigüedades”. (Colprensa)