Los feminicidios, violaciones y torturas a niños y jóvenes que hemos conocido en los últimos tiempos han dejado unas huellas de dolor y asombro en la sociedad, que ve impotente cómo se repiten una y otra vez estos crímenes sin que se vislumbre una real solución. No obstante, los espantosos hechos van cayendo en el olvido con la gravedad de la siguiente noticia, en ese vertiginoso suceder de la vida moderna en la que cada vez hay menos espacio para comprender lo que ocurre.
En el fragor de las manifestaciones de repudio, casi lo primero que se reclama es la expedición de nuevas leyes que consagren la cadena perpetua, la castración y hasta la pena de muerte. Es la manera fácil de hallar en una fórmula mágica el remedio a esos enormes males, que se han enquistado en nuestra sociedad por la equivocada formación de los niños y jóvenes, por la impunidad de la justicia, por la corrupción que campea en todos los niveles.
La ocurrencia de esos alarmantes crímenes es un síntoma de la descomposición que corroe a la nación y sobre lo cual ni la mayoría de los dirigentes políticos (ocupados en obtener para sí beneficios y prebendas), ni las autoridades educativas, ni siquiera los padres de familia son plenamente consientes de su gravedad.
El afán del enriquecimiento rápido, la insolidaridad, el desprecio de los valores morales, el mal ejemplo de los gobernantes han hecho de nuestra sociedad un conglomerado humano indolente y proclive al actuar inmoral.
En general, a nuestros niños no se les educa con el fin primordial de que sean personas de bien, buenos ciudadanos, hombres de recto proceder, sino individuos exitosos, eficientes, destacados, probablemente sin que importe la forma de lograrlo.
En el derecho penal colombiano hay suficientes leyes para castigar los delitos cometidos por los ciudadanos, para prevenir conductas que pueden llegar a serlo, para sancionar a las autoridades que no cumplan con sus deberes. Se han incorporado en el ordenamiento judicial procedimientos novedosos para ejercer cumplida justicia. Se han mejorado sustancialmente las condiciones laborales de los jueces. En fin, desde el punto de vista de la normatividad nacional, hay elementos idóneos para encausar a la sociedad por un recto camino.
Pero está en los hombres que aplican esas normas el principal problema. Todos protestamos por la impunidad que rodea a los delitos que se denuncian. Por la mora en resolver los casos que asume la justicia. Por la corrupción que se denuncia, según la cual todo se arregla con dinero.
Y también hay culpa en la propia ciudadanía que, con una moral laxa, tolera la inmoralidad de los funcionarios, la irresponsabilidad de los educadores y padres de familia, y el comportamiento indebido de los jóvenes.