Yo soy yo, el que manda, el Maduro de la cancha y de los alrededores, el que tiene la última palabra y la primera, al que no se le discute ni una coma ni una patada. Me llegó mi cuarto de hora y voy a aprovecharlo, porque fuera de mí no hay salvación posible.
Soy de creación reciente y no tengo nada que ver con el bar, con b de burro, a donde se van los hinchas, después de los partidos, a celebrar sus victorias, o a llorar sus derrotas.
Mi función empezó con el fútbol, donde les doy cartilla a los árbitros y tienen que obedecerme, porque de lo contrario se los lleva el patas. El árbitro de ahora es un pobre diablo que corre detrás de los jugadores con un pito en la boca, pero que cada vez que pita, yo lo hago detenerse y lo obligo a que escuche lo que le digo por el audífono, levanta los brazos al cielo, hace la señal cuadrada de un televisor de sesenta y pico pulgadas y corre a comunicarse conmigo.
Se mete al cubículo, le digo lo que yo quiero que oiga, le muestro lo que yo quiero que vea y le indico lo que debe hacer. Por eso digo que en el campo de fútbol, yo soy el que manda. Y ¡ay! de aquel que se oponga a mis designios. Más le valiera no haber nacido.
Mis órdenes son precisas. El árbitro es mi esclavo. Corre y suda y se sofoca sólo para darme satisfacciones. Se sofoca, suda y corre sólo para dar la impresión de que es la autoridad, pero su verdadera función es hacer cumplir mis veredictos. Lo demás, cualquier pelafustanillo lo puede pitar: un faul menor, una salida del balón, un fuera de lugar. Lo verdaderamente importante es de mi única y exclusiva competencia.
Pero eso no es todo. Ha sido tanto mi éxito como juez sin rostro, que el papa Francisco anda haciendo gestiones para que yo le ayude en asuntos de confesión. Ya el cura no tendrá que matarse la cabeza, cuando acuda Piedad Córdoba a confesarse: “¿Cuántos rosarios le mando a esta vieja?” “¿Le doy de una la absolución a Uribe?” “¿Excomulgo a Petro?”. En adelante, si llegamos a un acuerdo con Francisco, seré yo el que tome la última determinación y el confesor también tendrá que hacer lo que yo le diga. Basta con que salga del confesonario, trace en el aire la figura de un televisor grande con una cruz encima, vuelva a su cubículo, se ponga los audífonos y reciba mis instrucciones.
Ando también en charlas con la JEP. Los magistrados no tendrán que saltar matones para justificar lo injustificable de sus fallos. Me tienen a mí para escudar sus chambonadas y malignas actuaciones: “Nosotros no tenemos la culpa, fue el VAR”. Así, Santrich, Márquez y Timochenko serán unas mansas ovejas, dignos ejemplos para imitar y merecedores de todo reconocimiento. ¿Por qué? Porque lo dije yo.
Actuaré también en el Congreso. Ya no será la mermelada (que en este gobierno no les funcionó a los padres de la patria), seré yo, el VAR, el que les diga lo que se debe y lo que no se debe hacer. Soy el mago, soy el sabelotodo, el que no falla.
De ahora en adelante, el mundo girará en torno mío. Si la mujer pilla al marido con la otra, yo intervengo y diré con quién puede quedarse el angelito: si con la cantaletera o con la de los arrullos. Si el ladrón de celulares se deja pillar, ahí estoy yo, para permitir que los vecinos le den una trilla, o para dejarlo ir en paz. Si Petro vuelve a caer usando bolsas de plástico para sus guardados, seré yo el que diga si las bolsas eran contaminantes o sanamente sanas.
Tengo un problema con el asunto de las empanadas en la calle. Para yo poder actuar, necesito un cubículo y un televisor grande. Y las pobres señoras empanaderas, como doña Lola, sólo tienen la mesa, la masa, el rodillo y el perol hirviendo. De modo que por mi parte, que sigan las multas para los que comen en la calle, y la absolución para los viciosos de los parques. La Corte constitucional lo dijo, y yo, el VAR, sabio entre los sabios, le doy la razón. Y lo que ha de ser, que sea.
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