Aunque molesta a muchos, es indispensable recordarlo. La JEP nace de violar el principio fundamental de un estado democrático: respetar el resultado de las urnas. Santos y las Farc se inventaron un plebiscito, cambiaron las reglas para ganarlo, impidieron la financiación pública de los opositores mientras gastaban miles de millones en la campaña del Sí, presionaron a gobernadores y alcaldes y, aún con todas esas y muchas otras ventajas, ganó el No. Con la bendición de una Constitucional que cambió de manera vergonzosa su jurisprudencia en apenas semanas, se aceptó que el Congreso, enmermelado para un coma diabético, usando una figura sin siquiera respaldo en la ley, aprobara el acuerdo que había sido rechazado en las urnas. El flagrante desconocimiento de la voluntad popular, por mucho que se le haya dado un burdo barniz de legalidad, ahondó una fractura social y política que nació en las elecciones del 2014, cuando se dividió al país en “amigos y enemigos de la paz” y que hoy sigue viva, profunda, intacta. Santos, el acuerdo con las Farc y su implementación a las patadas, dividieron el establecimiento y la sociedad colombiana. Un triunfo, en toda la línea, para la izquierda.
Además, la JEP, aunque “nueva”, sufre de todos los males de la jurisdicción ordinaria. Cien millones de dólares anuales de presupuesto, clientelismo, contratación a dedo, beneficios contractuales para parientes y amigos, ausencia de transparencia en el gasto, pujas internas de poder, burocracia excesiva y altamente ineficiente, algunos magistrados que no dan ni para jueces promiscuos… Y, por supuesto, actuaciones sistemáticas dirigidas a favorecer a las Farc: contratación y pago de sus penalistas defensores, permisos de “vacaciones” en el exterior, blandenguería tolerante con las ausencias de comandantes, encubrimiento y engaño a la justicia, etc.
En conclusión, ilegítima de origen y de ejercicio. Y después, Santrich.
La decisión de la sala que niega la extradición tiene consecuencias gravísimas: A. Prueba que la intención de la mayoría de magistrados no era verificar que los delitos habían sido cometidos después de la firma de acuerdo con las Farc, 01-12-16, sino evitar su extradición. B. Le pone un misil a la extradición misma, porque pretendía hacer una “evaluación de la conducta” en Colombia, es decir, un seudojuicio, cuando la lógica de ese mecanismo de cooperación judicial es la inversa: la evaluación de la conducta y de las pruebas se hace en el país requirente, el que solicita la extradición, y no en el requerido. C. Extiende de hecho la jurisdicción de la JEP más allá del 01-12-16, y con ello fomenta el narcotráfico y la reincidencia porque envía el mensaje perverso de que aún quienes narcotrafican después de la firma del acuerdo disfrutarán de un juez favorable, procedimientos especiales y de las “penas” de mentirillas de la JEP. Y, claro, no serán extraditados. D. Como consecuencia, se desconocen los derechos de las víctimas a la no reincidencia y habrá más violencia.
La renuncia del Fiscal, apenas un gesto de protesta, pero inútil y distractor. Terminó centrando la atención en él y no en el espanto de la decisión de la JEP. Además, esas batallas son para darlas, no para evitarlas.
La apelación de la Procuraduría y la recaptura de Santrich son apenas un consuelo. La batalla por la no extradición queda abierta. Las Farc, que decidieron arroparlo en un peligroso espíritu de cuerpo, temen que en Estados Unidos Santrich se quiebre y cante como una lora. Y de nuevas pruebas de lo que ya es obvio: que aún hoy hay comandantes untados hasta el cuello en narcotráfico, empezando por Iván Márquez, nada menos que el segundo de abordo.
Finalmente, no es la extradición de Santrich lo que amenaza la paz. Lo que fomenta la violencia es la reiterada conducta criminal de algunos cabecillas de las Farc.
A estas alturas, nos han obligado a tragarnos los sapos de la impunidad y la JEP para los delitos previos a la firma del acuerdo. Pero para los posteriores no puede haber sino justicia implacable.