Ahora que se avecina el Día del Maestro (15 de mayo) y que a todos ellos se les rinde homenaje por lo que son, por lo que hacen, por lo que significan para la sociedad y para la patria.
Ahora que algunos papás les darán a sus hijos una flor, una chocolatina o un detallito para que le lleven a su maestra o a su profe como un sencillo pero cariñoso reconocimiento.
Ahora que recordamos a muchos de los que se metieron en ese berenjenal de enseñar al que no sabe, para sacarnos de la oscuridad de la ignorancia, algunas veces con mediano éxito y otras, con fracaso total.
Ahora que elevamos una oración por los maestros que se fueron a la eternidad a enseñar en otros mundos aquello de “la m con la a, ma”.
Ahora yo también quiero recordar a mi primera maestra, la que tuve allá en el pueblo de mi infancia.
Era una mujer joven, bonita, “llena de gracia como el avemaría”, según el decir de Amado Nervo, rebosante de amor y de ternura, pero fiel seguidora de la máxima pedagógica de aquellos tiempos: “La letra con sangre entra”.
En aquellas calendas no se exigía ser normalista, ni bachiller, ni tener grado alguno, para dedicarse a enseñar.
Y esta señora, joven y bonita, que no había ido a la escuela porque las mujeres no iban a la escuela, pero que por su cuenta aprendió a leer y a escribir escuchando a los hermanos mayores cancanear sobre la cartilla, decidió, después de casada y después de ser madre, meterse a enseñar lo poco que sabía: a leer, a escribir, a sumar y restar.
Nadie la nombró. Ella se autonombró. No lo hizo por paga alguna. Lo hizo porque sabía que era su obligación y porque le nacía del corazón el amor por la enseñanza.
Le quitaba tiempo a sus oficios de ama de casa y a su oficio de lavar ropas ajenas en el río, para dedicarse a la enseñanza. Su tablero era una pizarra pequeñita, que había encargado con los arrieros. Su horario era el que se pudiera cada día. Su pedagogía, la del amor, adobado con rejo.
No llevaba libros de calificaciones, ni de asistencia, ni con ella se ganaba o se perdía el año. Simplemente se aprendía o se aprendía. Sin alternativas.
Prefería las horas de la mañana para enseñar. Sabía, con la sabiduría de la experiencia, que en las mañanas la mente está más despejada y asimila con mayor facilidad las enseñanzas que se le transmiten. Pero si había que enseñar en las tardes, tampoco había obstáculos que le impidieran cumplir con su misión de educadora.
Porque era una maestra íntegra. Al lado de las letras y los números, enseñaba el padrenuestro y el credo y los diez mandamientos. Y a saludar al vecino y a darle la acera a los mayores y a querer a los animales. Enseñaba a hacer el bien. A compartir lo poco que había, con el más necesitado.
Con ternura infinita se inclinaba sobre su alumno para llevarle la mano sobre la pizarra haciendo bolas y rayitas, que después los científicos llamaron perfil y palote. Su alumno era un privilegiado de la vida por tanto amor y tanta dedicación y tanto apego.
Olvidaba decir que esta maestra sólo tenía un alumno. Y ese alumno único era yo. Por lo tanto yo fui ese alumno privilegiado que tuvo la mejor maestra de todas las maestras.
Se llamaba Desideria. Se llama Desideria. Con su carga de noventa y cinco años a cuestas, recuerda algunas cosas, pero otras se le perdieron en el diario trajinar de tantos años. De cuando en cuando le pregunto si se acuerda de cuando me repasaba las vocales con un verso mamador de gallo: “A-e-i-o-u, más sabe el burro que tú”. Mi primera maestra sonríe con una sonrisa seguramente poblada de recuerdos, y su mirada se queda fija en algún lugar del aire. “Sí, me acuerdo”, contesta con la voz enredada de los viejos. Pero cuando le pregunto si se acuerda de los lapos que me daba por no saber combinar la che con la cha, mi antigua maestra se queda callada y deja de sonreír.
Cuando entré a la escuela, yo era un niño aventajado porque ya sabía leer y escribir, gracias a mi primera maestra, Desideria, mi mamá. El domingo la abrazaré y le daré las gracias, y en sus labios volverá a aparecer su sonrisa inefable, la sonrisa de Dios.