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Luna azul
La semana pasada dijeron que había cambiado de color, como los que, para buscar un aval, cambian de color.
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Lunes, 3 de Agosto de 2015

No voy a hablar del candidato Luna a la alcaldía, apoyado por algunos azules del partido conservador. La política no es mi fuerte, y yo en ese berenjenal de las candidaturas no me meto.

Quiero hablar es de la luna luna. Nuestro satélite natural. De la que la semana pasada dijeron los noticieros que se veía azul, es decir, que había cambiado de color, como los que, para buscar un aval, cambian de color a cada rato.

De la luna se han dicho muchas cosas. En la escuela aprendimos que la luna fue creada por Dios, el cuarto día, junto con el sol y las estrellas.

Y la Historia Sagrada nos mostraba a un viejito de barbas largas, el Creador del universo, creando con una varita el sol, la luna y las estrellas.

Después, algunos científicos descreídos nos quitaron la virginidad mental y nos dijeron que la luna había sido el producto de la colisión entre la tierra y otro planeta.

Sabrá Mandrake. Me quedo con la Biblia. Menos complicado.

Los poetas han sido los más amigos de la luna. Julio Flórez la llamó “Melancólica reina pudibunda”. Diego Fallón le cantó al “casto pie con virginal recelo”, de la luna.

Los serenateros también quieren a la luna. O la querían, porque las serenatas de antes, a la luz de la luna, con tiple, guitarra y aguardiente, ya se acabaron. Ahora se dan serenatas con mariachis, a plena luz del día. Por seguridad.

Son muchos los boleros, bambucos y pasillos (la hermosa música vieja) que le cantan a la novia, poniendo por testigo a la luna, sea la grande y amarilla, o la roja del llano o a la luna lunera cascabelera.

La luna tiene un encanto especial, que inspira a los escritores, entusiasma a los cantantes y alborota a los perros. Mejor dicho, tenía un encanto, un misterio, un no sé qué, que cautivaba a todo el que la miraba.

Porque desde que el hombre llegó a la luna, desde que el astronauta puso el pie en la luna, su encanto se vino al suelo, su misterio se derrumbó.

Fue entonces cuando supimos que la luna no tiene nada de raro, que es un montón de cráteres, un desierto, un pedregal insulso.

Desde ese malhadado día supimos que ya no vale la pena hacerle poemas, ni dar besos a la luz de la luna, ni suspirar mirando su colorido.

Ya para qué cantar que la luna se está peinando en los espejos del río, o para qué cantarle a los aretes que le faltan a la luna, o  para qué cantarle que es un farolito que puso mi Dios, si sabemos que todo eso es mentira.

Ya la luna dejó de ser romántica. Ahora sólo sirve para lo que dice el almanaque Brístol, o sea, si está en menguante para podar las matas y si está en creciente para cortarse el cabello, o para salir de pesca si la marea está baja, de acuerdo con la luna.

Ahora sólo se usa para señalarla si alguien está loco, diciendo que se le corrió la teja porque estamos en cambio de luna, o para criticar a alguien cuando no hace las cosas bien, porque vive en la luna.

O sirve para que los periodistas digan que la luna está azul, como dijeron la semana pasada. Y los bobos salimos al patio a mirar semejante fenómeno, y descubrimos, desilusionados, que seguía siendo la misma luna, amarillenta, imbomba, sin gracia ninguna. ¡Qué vaina con la prensa que nos mete los dedos en la boca! Y nosotros, como si nada, porque vivimos en la luna.

 

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