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Los útiles de ayer y los de hoy
Los políticos de antes se daban la pela por su región y lograban obras de progreso.
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Miércoles, 20 de Enero de 2016

Algo va de ayer a hoy. En todo. Los curas de antes usaban sotana. Los curas de hoy visten a lo parroquiano, con yines rotos, tenis sin medias y camisetas desteñidas.

Los médicos de antes iban de casa en casa, maletín en mano, en lo que se llamaba “visita de médico”. Formulaban, regalaban vermífugos y ampolletas, y la gente se alentaba. Hoy los pacientes deben hacer largas colas para que el médico les formule a las carreras una pastilla genérica.

Los políticos de antes se daban la pela por su región y lograban obras de progreso. Hoy el progreso se llama mermelada y no se ve.

La gente de antes se moría de vieja y los sepultureros se morían de hambre. Hoy enterrar muertos es uno de los mejores negocios del mundo, por la cantidad de personas que diariamente pasan al otro lado.

Todo pasa, todo cambia, como dice el poema. Los ejemplos abundan, incluidos los útiles escolares.

Veamos: la escolaridad empezaba a los siete años. Hoy comienza a los dos años o antes: Teteros, gateadores, párvulos, prejardín, jardín, transición.

La primaria se termina a los nueve o diez años, el bachillerato a los catorce o quince y muchos son “dotores” antes de sacar la cédula.

Ante semejante desbarajuste, es obvio pensar que el pobre maestro tiene que apoyarse en mucho material de enseñanza y desde los primeros niveles empieza la pedidera de los llamados “útiles”, que de útiles es muy poco lo que tienen.

Yo recuerdo el primer año de escuela: un bolso de tela usada, hecho por mi mamá. Una cartilla llamada citolegia, que tenía un poco de cada materia. Una pizarra con lápiz de piedra, un frasquito de agua y almohadilla para borrar. Esos eran todos los útiles.

Al siguiente año cambié la pizarra por un cuaderno, que regalaba el Ministerio de Educación. Después vinieron la Alegría de leer y otro cuaderno, un frasquito de tinta, que vendía don Luciano Manosalva y la pluma con plumero. Eso era todo.

Hoy queda uno aterrado al ver todo lo que piden y que escasamente cabe en el morral de marca que también piden. Pareciera que entre más útiles lleven, más sabio será el muchachito.

Al borde de la desesperación, un amigo, padre de familia, me buscó para que le prestara lo de los útiles de su bebé, de transición, que sumaban más de un millón de pesos. Yo no tengo esa plata, pero sí buen corazón.

De modo que, conmovido ante la tragedia del amigo, lo invité a unos aguardientes para que calmara su desgracia y mitigara su desesperación. Terminamos los dos llorando, abrazados, renegando de los colegios que se aprovechan de la situación de los pobres papás.

Por estar cumpliendo con la obra de misericordia que ordena consolar al triste, llegué tarde a casa. En cuántas me vi para que mi mujer me creyera que todo se debía a los útiles que ahora pedían en los colegios. Pero no me creyó.

Después de haber pasado por todas las pruebas caseras de alcoholemia y afines, como la pategallina, la búsqueda de colorete en la camisa y la prueba de la ponchera con agua, mi mujer, incrédula como siempre ha sido, me dijo, llena de conyugal indignación:

-Ahora cuénteme una de vaqueros.

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