Llegaron tarde los científicos del mundo entero. Según las últimas noticias, divulgadas por periódicos y redes sociales, los investigadores de la ciencia acaban de encontrar en la leche de la mujer del burro, algunas sustancias que alivian varias enfermedades, por lo que recomiendan tener especial cuidado con las burras y protegerlas de toda contaminación.
Tal vez se refieren a los cuidados que se deben tener con ellas, sobre todo en las zonas costeñas, donde, además del trabajo, ellas, las jumentas, sirven para ciertos placeres, prohibidos pero atractivos, según dicen los varones de la costa.
Digo que llegaron tarde los científicos porque aquello de que la leche de burra es curativa, ya es cuento viejo en los pueblos y en los campos. En Las Mercedes, por ejemplo, un pueblo donde antes de la carretera abundaban las bestias, grandes, intermedias y chiquitas, es decir, caballos, mulas y burros, se utilizaba la leche de burra como un elemento medicinal.
Era un pueblo tranquilo, pacífico, donde la vida era lenta y el sepulturero se moría de hambre porque no había muertos para enterrar. ¡Claro! Tampoco había médicos, ni puesto de salud, ni farmacia, ni hospital, ni Eps. Por lo tanto, la gente poco se moría. Don Luciano Manosalva y don Pío Gélvez eran los mediquines y curaban a base de hierbas, pomadas y bebedizos, amargos pero efectivos.
La naturaleza brindaba de todo para vivir y vivir sanamente. Cada casa tenía un solar y cada solar una huerta casera donde se daban la hierbabuena, el cilantro, el paico, el saúco, la tripaepollo y el romero, todas plantas medicinales.
Aunque no era mucha la población asnal, algunos burros se hicieron famosos en la comarca. Ya he hablado del burro de Moisés Guerrero, que anunciaba con potentes ventoseos, rebuznos y patadas, que se acercaba algún aguacero. “Va a llover”, decía mi mamá cuando escuchaba al burro en su desespero orgánico. Y, en efecto, esa tarde caía agua a chorros, con truenos y relámpagos.
Otro burro. El de Salvador Soto era un animal inteligente. Don Salvador lo mandaba solo para el pueblo con su carguita de yuca y plátano, y el burro sabía a donde debía llevarla. Por la tarde el animal regresaba al campo, solo y con el mercado a cuestas, que algún amigo en el pueblo le acomodaba sobre la pequeña enjalma.
Pero eran las burras las que llevaban el mejor trato. Su oficio era criar a sus pollinos y facilitar la leche para los remedios que hubiera menester. Leche de burra caliente –caliente la leche, no la burra- para el muchachito con ahogo, es decir, con dificultad para respirar. Leche de burra recién hervida para darle a beber antes de acostarse, al muchacho que se orinaba en la cama. Para las lombrices, para la desnutrición, para el sarampión, leche de burra en bebedizo con flores de saúco y naranjo agrio.
Un mal día llegó el progreso. Hubo carretera y hubo luz eléctrica, pero también llegaron los médicos, las enfermeras y las medicinas químicas. Se acabaron los remedios caseros, la gente empezó a morirse y el sepulturero volvió a tener trabajo. Llegaron los grupos armados, los campos se llenaron de coca, se acabó la tranquilidad y se necesitaron dos o más sepultureros. Y la leche de burra ya no sirvió para detener la muerte. ¡Qué vaina!