Creyente y rezandero como soy, no me pierdo ninguna ceremonia de Semana Santa, y alguien me dijo que la procesión con la Virgen, en la Catedral de San José, el viernes anterior a la Semana Santa, era un espectáculo maravilloso que congregaba a miles de fieles.
En efecto, se trataba de una procesión en honor de la Virgen de la Macarena, de España, cuya organización corría por cuenta de Laurita, que encabezaba el desfile con un estandarte de la Virgen.
Detrás del estandarte marchaba la orquesta departamental tocando pasodobles.
Luego iba un grupo de toreros, con trajes de luces y sus respectivas cuadrillas, y después, unas gitanas, de las que adivinan la suerte en el parque de Santander, con falda ancha y rostro sonriente.
Le seguía el grupo de danzas de Rosalba Salcedo, bailando en la calle, con donosura y elegancia, al son de los pasodobles de la orquesta.
Todo a la usanza española. Después iba el cura y la Virgen y los nazarenos. Los fieles se apostaban a lado y lado de la calle, para presenciar el vistoso desfile.
La costumbre duró varios años hasta que llegó un nuevo párroco a la catedral, que le prohibió a Laurita continuar con aquella procesión.
Así como cada alcalde manda en su cuarto de hora, cada párroco manda en su parroquia, por lo cual Laurita no tuvo más remedio que recoger su fe y su alegría y abandonar la plaza.
Tal vez pensaba el cura que Laurita le estaba quitando devotos a la Virgen, porque la gente acudía más por ver el espectáculo español que por rezarle a la Macarena. Pero el cura no veía la sonrisa de la Virgen.
Tiempo después tuve que ir a la Corporación Nacional de Turismo, y allí me encontré con Laura.
Tuve entonces oportunidad de hablar con ella y ahí empezó nuestra amistad.
Me habló de España, del Caribe, de Suramérica. Me habló de poemas y de su amado Eligio (el poeta de la rosa) y de su afición al periodismo, como hija que era de periodistas.
Volvimos a tropezarnos en La Opinión, donde ambos éramos columnistas. Cuando fui corrector de estilo del periódico, Laurita me mandaba sus columnas, escritas a máquina, para que se las revisara.
Parece ser que Laurita no se entusiasmó mucho con los adelantos modernos y en vez de computador prefería seguir escribiendo en su vieja máquina de escribir, compañera y confidente de sus cuitas.
Sus escritos tenían un toque romántico y la poesía afloraba en todos los reglones.
El destino siguió juntándonos, pues más tarde volvimos a encontrarnos en la Academia de Historia. Allí valoré su sapiencia y su amor por el terruño.
Alguna vez con motivo de un cumpleaños suyo, José Luis Villamizar Melo le organizó una serenata. Tres guitarras. Muchas voces. Varios amigos.
Fue una velada de historia, poesía y boleros. El momento culminante de la reunión fue cuando Laurita, emocionada, nos dedicó una hermosa canción.
Entonces supimos que, además de unos ojos hermosos y una sonrisa ancha y un corazón grandote, tenía muy buena voz para cantar.
Con el tiempo, Laurita se alejó del mundanal ruido. Se encerró en ella misma y en sus recuerdos. Se alejó a vivir su vida llena de poemas y a soñar otros mundos.
El pasado viernes se marchó definitivamente. Tengo la certeza de que la Virgen de la Macarena salió a recibirla con desfiles y danzas y pasodobles y toreros. Tal como ella lo había hecho veinticinco años atrás en su Cúcuta del alma.