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Las reinas magas
Admirador como soy de las mujeres, sobre todo si son ricas, bonitas e inteligentes.
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Lunes, 4 de Enero de 2016

Mañana, 6 de enero, estaremos conmemorando en todo el mundo la llegada de los reyes magos a adorar a Jesús. Y en todo el mundo la conmemoración se hace con comparsas de reyes y otros disfrazados. 

En algunas partes llegan con camellos cargados de regalos, en otras los reyes son unos pobretones que deben movilizarse a pie y sin regalos, y sólo llevan ganas de jartar aguardiente.

Admirador como soy de las mujeres, sobre todo si son ricas, bonitas e inteligentes, he pensado que la historia ha cometido una tremenda injusticia con las mujeres  en ese cuento de los reyes magos.

La Biblia, libro sagrado por excelencia, ha debido dar ejemplo en eso que llaman equidad de géneros, y ha debido meter en el relato por lo menos a una reina, para que el bello sexo  tuviera su representación en este bonito pasaje, en el que unos monarcas, venidos de oriente, llegaron con presentes de oro, incienso y mirra para el Niño, recién nacido en las afueras de Belén.

Yo, para resarcir a las mujeres de esta inexplicable exclusión, he creado otra versión, en la que los protagonistas no son reyes sino reinas, cuyos nombres eran Gasparita, Melchora y Baltasara, monarcas en sus respectivos países y a quienes una estrella juntó en el camino y guió por el desierto.

Gasparita era la más joven de las tres. Blanca, ojiazul y de cabellos rubios. Montaba un brioso y fino corcel negro y sus vestidos llevaban encajes de oro. Gasparita era fiestera y vivía en son de rumba. 

Por eso cuando se encontraron las tres reinas en el desierto, fue ella quien  les propuso a sus compañeras que le organizaran un baby shower al Niño, por lo cual deberían apurarse para llegar antes de que María diera a luz.

Melchora, en cambio, era cincuentona, aunque muy conservada. Viajaba en lánguido camello de elástica cerviz y no era amiga de las carreras. 

“Yo ya no estoy para esos trotes”, les dijo y rechazó de plano la propuesta de Gasparita.

Baltasara, morena, esbelta como las palmas africanas, dueña de una blanca sonrisa y de cabellera ensortijada, montaba un fornido elefante de su tierra.  

Prefería las fiestas con tamboras y en plena selva. Le dijo no al baby shower y propuso que en Jerusalén se detuvieran para comprarle cositas al Niño: pañales, maraquitas, camisitas, tetero, leche en polvo, manillas de las que hacen los hippies para la buena suerte, una bañera y otras  bobadas.

Y fueron estas compras las que las perdieron, porque los servicios de inteligencia le fueron con el cuento a Herodes de  tres mujeres extranjeras, con pinta de reinas,  que habían entrado al país a pesar de estar la frontera cerrada.

Las pusieron presas, las interrogaron y las torturaron, pero ellas mantuvieron cerrado el pico, porque el sexto sentido femenino les decía que algo se traía Herodes contra aquel Niño. 

Tampoco le dijeron que eran reinas, por temor a perder la corona y el cetro, como habían escuchado decir que sucedía en algunas partes con ciertas reinas ya coronadas.

Estando encarceladas, llegaron Melchor, Gaspar y Baltasar, que iban buscando a sus esposas, pues se les habían escapado, una noche de estrella llena. Pero ellos sí abrieron el pico y le contaron a Herodes lo del Niño que sería rey, con las consecuencias que todos sabemos.
   
Cuando Herodes perdió las elecciones, las tres presas políticas salieron libres y retornaron a sus reinos. Iban flacas, encanecidas y llenas de un montón de años. Pero con la frente en alto. 
  

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