Me llevaron de dos meses a Las Mercedes. Allí me crié, allí crecí, allí fui a la escuela, allí fui acólito, allí jugué al trompo, allí me hice volantón. De modo que me considero mercedeño, con el perdón de mis amigos de La Victoria, donde nací.
Digo esto hoy, 24 de septiembre, día en que se celebra la fiesta de nuestra patrona, la Virgen de Las Mercedes. Merced significa gracia, favor, ayuda. De modo que nuestra patrona nos concede los favores o gracias que le pidamos. Y no se hace de rogar.
Recuerdo las fiestas patronales en mi infancia. Eran tres días de rezo en la iglesia y jolgorio en las calles.
La fiesta se prendía el 23 al medio día, con repiques de campanas, pólvora y música y desfile de comparsas por las dos calles y las cinco callejuelas que conformaban nuestra geografía urbana.
En la noche, después del canto de las Vísperas y Maitines, se armaba la parranda en la plaza principal, es decir la única, del pueblo.
Baile, concursos, reinado, toda clase de actividad cultural tenía lugar esa noche. Y no muy cultural, también, entre las sombras.
Al otro día, el 24, entre todos echaban el pueblo por la ventana. Misa solemne, primeras comuniones, matrimonios, procesión.
Y después, la fiestolaina popular, incluido el sancocho comunal, al pie del samán de la plaza.
Había comida y bebida para todos, grandes y chicos. Las familias aportaban gallinas, bastimento y mano de obra, para contribuir a la comilona y a la francachela.
El 25, era el desenguayabe de los adultos con paseo al río o a la quebrada, que pasa por las goteras del pueblo. Todos tranquilos. Todos felices.
Pero un día, un malhadado día, esa tranquilidad y esa felicidad llegaron a su fin. A la Virgen en su día escasamente se le hace una misa común y corriente.
La olla comunal se acabó y el jolgorio de todos en la plaza se acabó.
Los patriarcas se murieron y los hijos de los patriarcas se fueron a otros pueblos. Llegaron gentes nuevas, de mirada fea y pistola empetrinada, lista a totear en cualquier momento.
Los cultivos de yuca y de plátano y los grandes cafetales se acabaron para dar paso a la marihuana, la coca y la amapola.
La guerrilla se instaló en los campos y sacó corriendo a los tres policías, que pereceaban porque no tenían oficio. El pueblo quedó a la buena de Dios. El gobierno se olvidó de Las Mercedes y la Virgen también. Si no se le pide, ella no da. Al gobierno se le pide, pero tampoco da.
Los policías volvieron, como carne de cañón. El ejército pasa dos o tres veces al año, y no encuentra nada anormal. Nadie dice nada, nadie ha visto nada. El miedo hace cerrar la boca. Siete veces la guerrilla se ha tomado la población y medio pueblo está destruido por la acción de los cilindros-bomba, que los guerrilleros disparan sin ninguna puntería hacia el cuartel de la policía, pero que caen en cualquier parte.
A las cinco de la tarde, todos los días, los que habitan en la parte del pueblo donde está el cuartel, se van a pasar la noche en la otra parte del poblado, por miedo a los ataques. Con esteras y cobijas, medio pueblo se refugia en el otro medio.
Qué lejos está el pueblo de la infancia, cuando no había luz eléctrica, pero había tranquilidad. No había carretera, pero había seguridad. La gente se moría de vieja y el sepulturero se moría de tristeza.
Yo no sé si sea mucho pedirle a la Virgen que vuelvan aquellos tiempos. Tal vez pidiéndole con fe, ella vuelva los ojos a ese valle de lágrimas.