La intervención que hizo la Alcaldía Distrital para acabar con el foco de descomposición en que se habían convertido varias calles del centro de Bogotá, ha generado una serie de lecciones que debemos tratar de comprender.
Con una visión inmediatista, varios medios de comunicación y numerosos ciudadanos critican esta acción por la dispersión que produjo de los habitantes de la calle que no quisieron acudir a los centros de asistencia que dispuso el Distrito. Es necesario ir al fondo del problema.
Sea lo primero señalar que es inadmisible para una sociedad permitir la existencia de esos antros donde se comete toda clase de delitos, y donde se corrompe a la niñez y a la juventud con el único fin de lucrarse de su desgracia. Pero, pareciera que muchos prefieren que los dejen funcionar como venían porque, al fin y al cabo, por estar escondidos no incomodan al resto de ciudadanos.
Pensar así puede indicar que nuestra sociedad está enferma porque es la expresión del más aterrador individualismo, del ínfimo sentido de solidaridad, de la mayor indiferencia ante el delito. Es el grado superior de la indolencia que se expresa también en atacar con ácido a otras personas; destruir el mobiliario urbano; embadurnar de grotescos grafitis las ciudades; robarse los recursos de la salud; arrojar los escombros en las calles y, en fin, menospreciar las normas de convivencia y desconocer la ley.
El fenómeno de esas madrigueras no es simplemente por la indigencia o la extrema pobreza existente en nuestras ciudades: Está íntimamente asociado con el tráfico de drogas que los colombianos hemos visto casi siempre como un problema del primer mundo, y con delincuentes de todo pelambre que utilizan a esos indigentes, degradados por los vicios, para el oscuro comercio del producto de sus delitos.
Y, ahora, parece que hasta políticos inescrupulosos también intervienen para impedir que los indigentes vayan a los centros asistenciales con el único fin de desacreditar al alcalde de Bogotá.
El consumo de estupefacientes es un problema que nos carcome, y por eso no pueden evadir esta responsabilidad quienes producen la cocaína y la marihuana, ni las autoridades judiciales y de policía que propician la impunidad de los delincuentes.
También debe reflexionarse sobre la disposición que permite el uso de la dosis personal de estupefacientes, que es el camino para dificultar el control de su tráfico.
Hace unos años se hizo un despliegue periodístico al problema de los “niños de las alcantarillas” por un trabajo investigativo que adelantaron varias personas. Y, excepto algunas obras benéficas que se emprendieron como la famosa del Padre Nicoló, la sociedad fue indiferente a esa dolorosa realidad, más que todo porque era un problema poco visible. Ese fue el comienzo de la actual tragedia, agrandada por el consumo de drogas que estimulan los traficantes nacionales.
Nuestra sociedad no puede adoptar como lema el “tapen tapen” porque, en el momento más inesperado, se puede romper ese dique como el de una gran represa que colapse.