Cuando el terremoto de Cúcuta, el 18 de mayo de 1875, los sobrevivientes de la tragedia corrieron con sus hijos y algunos de sus chécheres hacia un caserío llamado La Vega, región de El Pórtico, hoy perteneciente al corregimiento de San Pedro, al sur de la ciudad. Allí, cobijados por el miedo, el dolor y la angustia, se establecieron al aire libre, con la esperanza de volver al otro día a rescatar los cadáveres de sus papás, de sus hijos, de sus parientes, para llevarlos al cementerio.
El alcalde, Francisco Azuero, se trasladó con su maquinita de escribir y algunos papeles llenos de tierra, a La Vega, desde donde empezó a despachar, de manera que esto, que hoy se conoce como El Pórtico, fue cabecera municipal de Cúcuta durante once meses, cinco días y medio, hasta cuando, de nuevo, los temerosos cucuteños volvieron a la antigua ciudad, convertida en ruinas, e iniciaron la reconstrucción de la urbe.
En La Vega quedaron dos toldos, una hamaca y diecisiete ollas, mas una buena cantidad de basuras que los huéspedes dejaron, apurados como estaban por volver, volver, volver, a lo suyo. Las cabras, entre tanto, se dieron su banquete comiendo lo que dejaron los que allí se habían hospedado bajo el viento y bajo toldos.
Digo cabras, porque, desde que el mundo es mundo, en San Pedro, La Vega y El Pórtico, que en el fondo son una misma cosa, se dan las cabras por montones. Y no me refiero a las muchachas brinconas, que en todas partes las hay, y a quienes las abuelas les dicen que son unas cabras. No. Hablo de las cabras de verdad, a las que los científicos identifican como mamíferos artiodáctilos, de la subfamilia caprinae, y a cuyo macho se le llama cabrón, macho cabrío o chivo.
Lo que quiero decir es que las cabras están de fiesta en el corregimiento de San Pedro, desde mañana viernes por la noche hasta el lunes (festivo) por la tarde. Es una fiesta sumamente rara, porque ellas, las cabras, las cabritas y hasta los cabritos terminan convertidas en un delicioso asado, en una exquisita fritanga o en una inigualable pepitoria.
En realidad, no es que las cabras de San Pedro estén de fiesta. Ellas acaban en la olla. Los rumberos son los habitantes del caserío y los turistas, que acuden por montones a pasar un día de campo, a bailar con la música de grupos carrangueros, vallenatos, salseros y de los otros, y a tragar cabrito a la lata, en sus diversas modalidades de presentación.
Son tres días de jolgorio para pasarla chévere, en medio del monte, en comunión con la madre naturaleza, con los provocativos aromas que se esparcen desde las cocinas y con uno que otro rastrojero. Para los mal pensados, explico: Rastrojero: dícese del aguardiente que se fabrica en el campo, a escondidas de las autoridades.
Ya lo sabemos, entonces. Este fin de semana no busquemos más. En las goteras de Cúcuta, más allá de los cuarteles, hay rumba de cabras. Quiero decir, son las fiestas de la cabra, en el corregimiento cucuteño de San Pedro. Allá nos vemos. Y no hay vuelta atrás porque, como dice el refrán: Cabra que se devuelve, se desnuca.
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