Dice la Biblia que en el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra, o sea que la tierra, nuestra tierra, tiene un par de años.
Pero la tierra no era como ahora la conocemos pues, según el mismo Génesis, la tierra no tenía entonces forma alguna, lo que quiere decir que fue mucho después cuando se volvió redonda como una naranja, de acuerdo con la definición que nos enseñaron en la escuela.
Todo era un mar profundo, cubierto de oscuridad, sigue diciendo el libro sagrado.
Y sólo fue hasta el tercer día cuando Dios dijo: “Que se junten las aguas en un solo lugar para que aparezca lo seco”. Y a la parte seca la llamó tierra.
Nuestra tierrita viene, pues, desde el tercer día de la creación. Después, en los siguientes días, el Creador se ocupó de llenar el mar y la tierra de cosas útiles e inútiles, de animales buenos y ponzoñosos. En la tierra puso a los hombres. Unos, buenos y otros, políticos.
Al hombre le dio un lugar hermoso para vivir, un paraíso fiscal, al estilo de Panamá, pero mejor aún, porque allí la tierrita era generosa y le daba de todo al hombre sin necesidad de trabajarla. Le bastaba al hombre con estirar la mano y ahí estaba lo que quería.
Todo iba bien hasta que a Adán y a Eva se les abrieron las agalla y empezaron a comer de lo que no debían comer. Dios, entonces, padre bueno pero rígido, los castigó, los deportó y les cerró el puente para que no pudieran regresar.
(Muchos años después, un presidente latinoamericano le copiaría la idea de cerrar puentes. Pero a éste le salió el tiro por la culata).
La tierrita, a partir de entonces, se fue volviendo resabiada. Ya no era tan generosa como antes. Había que trabajarla para que diera frutos, había que cuidarla, regarla y alimentarla. Pero el hombre, mala leche, no hizo lo que debía hacer con ella. Empezó a tratarla mal como si fuera su mujer.
Le negó el agua y le negó el abono. La desforestó. Le abrió sus entrañas para sacarle el oro y el petróleo y el carbón. La hirió de muerte. La dejó rodar. La dejó secar. La tierra se achicharró al sol, sin árboles que le dieran sombra.
Y para colmo de males, la puso a producir hierba maldita, esa que sirve para degenerar cuerpos y almas. Esa, a cuyo cultivo se dedican los enemigos de la humanidad.
La tierra se sintió herida. Le dio arrechera, como decimos en Cúcuta, y por eso, de vez en cuando, se sacude, tiembla, patalea.
Erupciona en los volcanes, se derrumba desde las partes altas, se agrieta y tumba edificios. Mata gente, deja luto, tristezas y miseria.
Pero la culpa es nuestra. La tratamos mal y esa es su respuesta.
El 22 de abril se celebró el Día de la Tierra. En algunas partes hubo discursos. En otras, aparecieron escritos. Se habló mucho, pero todo se quedó en cháchara. No hemos entendido aún que si la tratamos bien, la tierrita seguro que también nos trata bien. Porque la tierra es agradecida, como las mujeres buenas.
Arroje usted una pepa de naranjo, una sola semilla, y allí al poco tiempo saldrá una matica de naranjo, que el mismo hombre pisotea y no la deja crecer.
En los solares tumban las matas de limón porque no dejan espacio para que los niños jueguen. En las calles tumban árboles porque sus ramas no dejan ver los avisos comerciales. La sombra refrescante de los árboles grandes la cambian por patios de cemento. En los parques se caen los árboles y palmeras por falta de cuidado. Todo eso le hace daño a la tierra. Y la tierra revira.
Por eso me gusta el poema de Jairo Aníbal Niño: El día de tu cumpleaños te traje un montón de semillas/ de naranjo, de pino, cedro y araucaria/. Yo sólo quería regalarte un bosque/.