Durante los ochenta y principios de los noventa, incluso en los momentos más duros de la ofensiva terrorista de Pablo Escobar, había un acuerdo mayoritario para repudiar el narcotráfico y una decisión política para enfrentar con energía a los violentos. Es verdad que algunos se acobardaron y también que había voces aisladas, en particular en las extremas izquierda y derecha, que aplaudían la violencia guerrillera o la respuesta “paramilitar”, pero eran eso, posiciones aisladas, minoritarias y radicales.
En la negociación de Uribe con los “paras”, el consenso básico se mantuvo: un acuerdo con los violentos era posible siempre que los responsables de crímenes internacionales pagaran con cárcel, aunque fuera una pena reducida, se dijera toda la verdad y se reparara a las víctimas, todo ello dentro del sistema ordinario de administración de justicia. El narcotráfico no era indultable o amnistiable ni podía considerarse como conexo a los “delitos políticos”. Y la sociedad se indignó cuando los jefes “paras” fueron invitados por unos pocos parlamentarios a hablar en el Congreso.
Con el acuerdo con las Farc se hizo añicos el acuerdo mayoritario: un sector social y político importante, más allá de la extrema izquierda, aceptó que los guerrilleros culpables de crímenes de lesa humanidad y de guerra no pagaran ni un día de prisión, permitió que se le rompiera el espinazo a la rama judicial y que la guerrilla escogiera a sus juzgadores, y auspició que el narcotráfico fuera considerado como un delito conexo a los “políticos”.
Pero fue peor. Para ese sector alcanzar un acuerdo con las Farc e implementarlo ameritó cualquier costo. Cuatro, en particular, fracturaron de manera profunda a la sociedad colombiana. Por un lado, la violación de la democracia. Por el otro, la manipulación del orden jurídico. Tercero, la ruptura de los sistemas de independencia de las distintas ramas del poder público y de frenos y contrapesos. Y, por último, la ruptura del principio de igualdad para premiar a los violentos dándoles mejor tratamiento que a los ciudadanos que nunca han delinquido.
En efecto, Santos y las Farc, se pasaron por la faja la voz del pueblo, expresado en el triunfo del No en el plebiscito. La bendición que le dieron muchos en el Congreso y en la Corte Constitucional a semejante aberración solo dio apariencia de legalidad a la implementación del acuerdo, pero no cambió en nada su déficit de legitimidad.
Para alcanzar el pacto con las Farc y para ponerlo en vigencia, Santos y sus aliados cambiaron las reglas de juego del plebiscito, manosearon la Constitución y, a punta de contratos, acceso al presupuesto, financiación ilegal, y clientelismo descarado, subordinaron a la Constitucional y al Congreso. El fin justificó todos los medios.
De paso, terminaron aceptando que los guerrilleros de las Farc y que los narcocultivadores, reciban un mejor trato en materia de subsidios y apoyos estatales que los ciudadanos de bien que nunca han delinquido. El acuerdo básico sobre los mecanismos para luchar contra el narcotráfico se hizo pedazos. Hoy muchos se oponen no solo a la aspersión aérea sino a la erradicación forzada y, además, a la extradición como un instrumento indispensable contra los narcos.
Para rematar, el esquema de negociación se hizo sobre la base de la igualdad ética y política entre el Estado y la guerrilla, inexistente de facto, pero aceptada por Santos y sus aliados, y sobre la idea equivocada de que había unas “causas objetivas” que justificaban la insurgencia.
El resultado está a la vista. Un sector mayoritario de la sociedad, expresado en el No y en la victoria de Iván Duque en las presidenciales con una propuesta de modificaciones sustantivas al acuerdo con las Farc, se niega a aceptar que no pueda modificarse el orden jurídico e institucional resultante de ese pacto. El santismo y sus aliados lo califican de enemigos de la paz. Muchos aplauden que los criminales internacionales de las Farc vayan al Congreso sin ganarse las curules en las elecciones y les parece bien que se acuse a Uribe o a Duque de asesinos, aunque sobre ellos no haya proceso ni condena alguna por semejantes delitos.
Si, la sociedad está altamente polarizada y no hay motivos para pensar que tal polarización vaya a cesar.