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La fiebre de la amarilla
Cuando juega nuestra gloriosa Selección Colombia, la emoción patriótica no tiene pierde. Ese día la amarilla amanece en mi pecho. Ese día la amarilla me acompaña al trabajo. Ese día la amarilla duerme la siesta conmigo.
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Martes, 7 de Septiembre de 2021

Soy de los que visten de amarillo cuando juega nuestra selección Colombia. El fútbol es una de mis frustraciones. Aprendí a jugarlo con naranjas y cocos, en el patio de la escuela. Después aparecieron las pelotas de letras y más tarde los balones de cuero. En el colegio, en Pamplona, hice parte del equipo del curso, hasta la tarde infausta en que el destino me jugó (el destino también jugaba) una mala pasada. 

Disputábamos la final del campeonato del colegio y en un momento uno de nuestros defensas se lesionó. Yo, que estaba en la banca, entré a reemplazarlo. No duré mucho tiempo en la cancha. En el preciso instante en que  debía mostrar mis virtudes futbolísticas, aprendidas en la plaza de Las Mercedes, le di con todo al esférico y el infame balón en vez de irse hacia adelante con el patadón que le metí, trazó en el aire unas figuras arabescas para ir a colarse en nuestra propia red, sin que el arquero, ni Dios ni nadie pudieran atajarlo. 

Me sacaron del juego, perdimos el campeonato, el técnico y los compañeros me quitaron el habla, y yo juré no volver a tocar un balón de fútbol. Ni a patearlo.    

He cumplido mi promesa, pero el fútbol sigue despertando en mí, las más profundas emociones. Cuando jugaba el Cúcuta Deportivo, yo lucía mi rojinegra desde el día anterior. Con ocho días de anticipación  compraba mi boleta de entrada, y unas horas antes del partido, yo ya estaba haciendo cola. Me hice amigo de doña María, la señora que vendía bofe asado en un canasto grande que llevaba sobre la cabeza, como las que venden frutas en las playas de Cartagena. María se paseaba con gracia y elegancia por las graderías del estadio, y cuando el Cúcuta ganaba, nos hacía rebajas en el bofe y el chicharrón crocante. Fueron tardes inolvidables las que pasamos los domingos en el General Santander. 

Es tanta mi devoción por la casaca rojinegra, que hasta un libro publiqué sobre Germán González, una de nuestras glorias futbolísticas: “Burrito González, su vida, sus goles y su gloria”. Un libro que se vendió como pan caliente, y por el que aún hoy siguen preguntando. 

Además de Burrito, tengo otros ídolos de talla  mundial: Lónderos, Rolando Serrano.  Pelé, el negro de oro. Messi, que si no fuera por los tatuajes sería un excelente jugador. Un arquero ruso de viejos tiempos, al que llamaban la Araña Negra. Marquitos Coll, el del gol olímpico en los Mundiales de Chile. Juan Botello y Ramón Morantes de Las Mercedes  y otros.

Cuando jugaba el Deportivo Las Mercedes,  yo me vestía del verde de nuestras montañas, del azul de nuestros ríos y del rojo de nuestra verraquera. Ahora que el progreso ha llegado a nuestro pueblo, no sé cómo andará nuestro fútbol pueblerino.

Pero cuando juega nuestra gloriosa Selección Colombia, la emoción patriótica no tiene pierde. Ese día la amarilla amanece en mi pecho. Ese día la amarilla me acompaña al trabajo. Ese día la amarilla duerme la siesta conmigo. Y palpita con las palpitaciones de mi corazón, y se infla cuando ganamos, y se opaca cuando perdemos.

El sufrir de cuerpo entero es a lo largo de los noventa minutos.  Casi siempre jugamos bien, pero con el viento en contra, y perdemos. Otras veces es el árbitro que pita contra nosotros. “Jugamos como nunca y perdemos como siempre”, dicen los pesimistas. Pero yo sigo siendo fiel a mi Selección. Y lucir mi amarilla es una fiebre. Pero ojo: No confundir con la fiebre amarilla. 

gusgomar@hotmail.com

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